“La pintura me salvó del desastre… mis obras hablarán por mí”:
Artemisia Gentileschi.
Una/o
amanece con un deseo de que suceda eso que podríamos llamar “lo
bonito”. La vida tiene sus altibajos, sus complicaciones, sus
claroscuros, a veces sus periodos dolorosos, dificilísimos. A veces
una/o se despierta sonriente y ligera/o, otras medio catatónica/o,
otras con una sensación de pesadumbre, y/o de angustia. Nos
despertamos en algún lugar de la amplísima gama de los estados de
ánimo: desde entusiastas navegadores…hasta de plano barquitos
encallados. Pero en el fondo de esos seres humanos aferrados a la vida
y a la dulzura de vivir que solemos ser, una/o quiere, una/o busca,
una/o anhela “lo bonito”.
Entiendo por “bonito”, la búsqueda del
lado soleado en las aceras de la vida. A pesar de la oscuridad
inevitable. Lo “bonito” viene con la gentileza y con la ternura, con el
respeto a los otros, que no es sino la mejor expresión del respeto por
una/o misma/o. ¿Para qué cruzarse en luz roja, si se puede esperar a la
luz verde? ¿Para qué aventar hojalata a mitad de la avenida, si se
puede ceder el paso? ¿Para qué dar de empujones en el metro, si se
puede hacer el esfuerzo por entrar con orden? ¿Por qué ocupar el
asiento que se le puede ofrecer a una persona mayor, al señor o a la
señora que carga un niño? ¿Para qué estropear el césped de un jardín
público o dejar basura, cuando la limpieza y el verde son un contento
para todos? Es tan pequeñito y tan día a día.
“Lo bonito” se
construye, en lo privado y en lo público, es el resultado de un
colectivo en el que cada persona, de manera individual, decide intentar
los territorios del bienestar. En la familia y afuera. Intentarlo cada
día, cuando una se despierta para escribir su nueva página. Por
cantidad de razones, cada día es un reto. ¿Qué privilegiamos en ese
reto? A veces las ciudades nos devoran. Las preocupaciones se nos
suben a los pies y nos van escalando como hiedra. A veces parece tan
difícil elegir el bienestar, sentimos que nos queda tan lejos. Como un
faro inalcanzable.
Pero, ¿y si vamos despacito y de a poquitos?
El bienestar no es un absoluto. Casi nada lo es. Es la elección
–cuando se puede- de una manera de mirar al mundo y de aprehenderlo.
Es la elección de las minúsculas y cotidianas bellezas. Como cuando va
una por los segundos pisos en la ciudad de México y se llena de alegría
mirando la cantidad de macetitas de material reciclado, llenas de
flores de colores, en las ventanas y en las azoteas.
Ingres.
“Lo
bonito” es un tono de voz que acoja y no que aleje. Una caricia. Un
acto generoso. Una amabilidad intercambiada a mitad de la plaza.
Ofrecer regalos de esos que no se compran, de los que no tienen precio.
Aprender a escuchar es un regalo, por ejemplo, para el otro y para
una/o misma/o. Compartir es un regalo. “Echarse el hombro”, construir
confianza y lealtad. La solidaridad con la familia de origen y/o con la
familia de elección. Las amigas/os. La solidaridad entre vecinos. ¿A
veces nada de eso funciona? Es cierto. Hasta que funciona. En esa
“dirección” o en otra. Siempre hay, siempre habrá esas personas a cuya
demanda de amor somos capaces de responder, esas personas que responden
a nuestra demanda de amor. Siempre hay, siempre habrá para cada uno de
nosotros, esa posibilidad de crear un refugio con macetitas recicladas
y flores de muchos colores en las ventanas.
Y
era domingo en la plaza del Monumento a la Revolución, y los niños y
adolescentes andaban en sus patinetas y en sus bicis. Se bañaban en
las fuentes bajo el sol con unas carcajadas deliciosas. Cantidad
de personas subían por el elevador para admirar la vista. No defiendo
ese elevador tan criticado. No me parece que estropee al Monumento,
pero no me atrevo a afirmarlo. Sólo constaté que la familia entera,
incluidos los abuelitos, pueden ahora subir para admirar la vista. El
domingo era como una gran fiesta llena de promesas, con tortas, y vasos
de mangos picados y sandías. Es tan cotidiana la cotidianidad. Es
–tantas veces- tan sencillo, lo que nos puede provocar contento.
Aprender a agradecer, aprender a mirar.
Allí a unas cuadras del
Monumento y de los muros del Frontón, está el Museo Nacional de San
Carlos, con su jardincito detrás. La colonia Tabacalera, es un lindo
barrio de casas antiguas.
Las maravillas que pueden ofrecer
casi todos los museos en casi todas las ciudades. A veces nos encanta
toda una colección, a veces basta con la catatonia que nos produce un
sólo objeto.
El
arte como viaje, como revelación. No es una obligación ir a un museo,
ni una manda, ni hay que ir a fuerzas para “cultivarse”. Bueno, no digo
que sea el caso del aprendizaje de todos, pero en mi generación así nos
lo repetían en la escuela. Hasta la lectura nos la lograron transmitir
como una verdadera monserga.
“Tienes que leer…si vas a la ciudad
de México ‘tienes’ que ir al Museo de Antropología”. “Tienes que…tienes
que”. No se hablaba de la sorpresa, de la delicia, de los placeres, de
todo lo que el arte y la literatura tienen de lúdico. Nadie decía:
”¿Cómo ves un tramito de felicidad? Vámonos al museo”.
El Museo
la Venta en Villahermosa y su pasmosa realidad, fue en mi infancia una
experiencia de viaje mucho más intensa que todas las palabras que
insistían en colocar a la arqueología en los espacios de lo
aburridísimo. Ese espacio del Museo, tan privilegiado y tan otro: La
laguna, las piezas de la cultura olmeca, las lagartijas, lagartos,
changos, osos hormigueros. Y más piezas olmecas. Había manatíes en la
laguna. El maravilloso túnel del tiempo. Allí nada más, tan cerquita y
tan a mano.
Pero entonces, es el mes de agosto en la ciudad de
México. El Museo Nacional de San Carlos ofrece su habitual exposición
permanente, que es bellísima. Incluye un Ingres de cortar el aliento.
Una María Magdalena de Zurbarán. El edificio mismo es un regalo, con
sus salas de pisos de madera que crujen. Y crujen.
Hasta
noviembre, el Museo nos trajo la exposición: “Teoría de la belleza,
pintura italiana en la colección Sgarbi”. Desde el siglo XIII hasta
comienzos del siglo XX. 38 obras creadas por pintores, dos pintoras.
No es poquito dos pintoras: Artemisia Gentileschi (1593-1656) y Orsola
Maddalena Caccia (1596-1676), si pensamos que ambas trabajaron en una
época en donde la presencia femenina en el arte respondía a una especie
de milagro. Actividad mal juzgada para una mujer (como casi todas, por
otro lado) y considerada “contra natura”.
Gentileschi
comenzó a pintar en el taller de su padre Orazio, entre los discípulos
varones. Fue violada. Entonces se esperaba que el agresor “resarciera
el daño” casándose con ella. Para suerte de Artemisia no sucedió. Ella
y su padre lo demandaron. Lo que siguió fue un largo y denigrante
juicio en el que la víctima fue observada, exhibida, lastimada. Pero
Artemisia pintaba, sus personajes femeninos que sufren atraviesan los
siglos. Nos están esperando.
No
sé cuántas obras de Gentileschi hayan sobrevivido hasta hoy. Quizá
todavía hay obras suyas que sigan siendo atribuidas a otros pintores.
Que si su padre, que si los discípulos de su padre. Pero por muy
distintos caminos, y esos azares generosos de la vida, hoy…hay dos
pinturas suyas en exposición en la ciudad de México: La Cleopatra de la
colección Sgarbi en el Museo Nacional de San Carlos (temporal), y la
María Magdalena del Museo Soumaya de Polanco. (Colección permanente).
Una puede andar la ciudad e ir de la Gentileschi a la Gentileschi. Así
de bonito.
Orsola Maddalena Caccia, pintó sobre todo temas
religiosos, también es hija de un padre pintor. Un padre que supo
aceptar sus talentos en femenino. Eso sí, en este caso, con su hija
viviendo en un convento. La colección Sgarbi incluye obras de Ribera,
Tiziano, Bononi, Damini. Es propiedad del historiador y crítico de arte
italiano Vittorio Sgarbi. El catálogo resume así: “Lo que comenzó con
una inclinación por la literatura y los libros, se transformó en un
nuevo proyecto en 1983, cuando el coleccionista emprendió lo que antes
le parecía inasequible: atesorar obras que reflejan su búsqueda
constante de la belleza”.
“Lo bonito”, pues. Tan al alcance de
la mano. Esa manera de entender la historia de occidente recorriendo
los movimientos artísticos. ¿Por qué la pintura del Renacimiento creó
la perspectiva? ¿Qué estaba sucediendo en ese momento en las sociedades
y en los discursos que las construyeron? ¿Qué vivía una mujer del siglo
XVII? ¿Qué nos hereda de su voz y de su mundo?
“Lo
bonito”. El domingo. La compañía. La plaza, los niños en sus patinetas.
Se ríen. El piso de madera del Museo que cruje. “¿Cruje el piso viejo o
cruje mi corazón que anda contento?”, que una se dice. La Gentileschi,
los panuchos de la esquina. “La alegoría de la pintura” de Simone
Cantarini. Los balcones con flores. El patio del Museo. Las palmeras.
Los novios encimados en una banquita y entregados a un abrazo que haría
estremecerse al “Bando de policía y buen gobierno”.
La dulzura de vivir que fluye a veces, así nada más, como manantial.
Y que a veces no fluye naditita, pero una se empeña.
Porque “lo bonito”, una/o lo busca, lo crea, se lo inventa, se lo gana.
“Lo bonito” está allí: evidente, o agazapado.
Pero allí está, segurito y a la espera.
Y la botella se va al mar.
Que lo disfruten:
(La presentación está en italiano, pero podemos conocer algunas obras de “la monja pintora”).
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