Cristina Pacheco
Azúcar artificial
Como siempre a comienzos de
las vacaciones, hoy vino a visitarme el más triste de todos mis amigos.
Sigue teniendo el cabello rojo y largo, pero ya escaso. Algo en sus ojos
lo obliga a parpadear constantemente y eso me produce la sensación de
que me está mirando a través de una persiana.
Como dejamos de vernos todo un año, después de intercambiar saludos y
preguntarnos las cosas obligadas (salud, familia, trabajo) dedicamos
unos minutos a descubrir, bajo los estragos del tiempo, la cara que
teníamos antes de hoy y antes de antes: todas irrecuperables.
II
Mi amigo el triste me dijo que sigue viviendo con su
hermana Águeda. Estoy segura de que es ella quien le sugiere presentarse
en mi casa con un regalito: en esta ocasión fue una caja de dulces,
adquirida en la mesa de ofertas del supermercado: lo dice la etiqueta en
el reverso de la caja.
Además del físico, también las costumbres de mi amigo han cambiado.
Hoy aceptó que le sirviera, no una, sino media tacita de café sin
cafeína. Mientras vertía el agua en su taza lo vi sacar del bolsillo de
su saco algunos sobres de endulzante artificial. Cuando abrió el primero
me miró como diciendo:
mi hermana insiste en que debo cuidarme.
Animado por la bebida caliente, mi amigo me habló de nuestras
aventuras juveniles que no recuerdo. No quise desilusionarlo: las
celebré y hasta las enriquecí con detalles que en realidad pertenecen a
experiencias que tuve con otras personas. Le alegró que conservara la
magnífica memoria que siempre elogiaban mis maestros, cosa que tampoco
recuerdo.
Al cabo de una hora, como mi amigo es muy prudente, se levantó de la
silla y se excusó por tener que irse. Al estrecharme las manos auguró
nuestro rencuentro haciendo gala de su gusto por los juegos de palabras:
Ya sabes, querida, si aún estoy vivo, por aquí te caigo el año que viene; si no, de toda maneras vendré.Satisfecho, volvió a la mesa para recuperar los sobrecitos de azúcar artificial que no había consumido.
Nos despedimos por última vez y me quedé en la puerta viéndolo
alejarse. Sólo entonces me di cuenta de lo mucho que había disfrutado la
visita del más triste de todos mis amigos.
Bola de cristal
Ya muy anciana, la abuela adquirió la costumbre de
golpearse las rodillas con los puños mientras permanecía en el inodoro,
esperando a que
saliera eso.Después, inclinada sobre la taza, veía los resultados como quien se acerca a una bola de cristal para saber qué le reserva el futuro.
La promesa
Mina lleva más de una semana escuchando los preparativos
de los vacacionistas. Son tan laboriosos que sólo de oírlos se siente
fatigada y agradecida de que este año, otra vez, no la hayan invitado a
la playa con el pretexto de que la humedad y el calor la afectan. Eso
sí, le dejarán en el refrigerador verduras, fruta y un poco de carne. Su
hija Rosalba opina que, a su edad, es mejor que la coma de vez en
cuando. Su yerno, José, pondera las virtudes del vegetarianismo.
El celo por cuidarla no disminuye los sentimientos de culpa de
Rosalba y José. Afloran la noche anterior a que emprendan el viaje. A la
hora de la cena Rosalba se acerca a su madre, la abraza y le dice con
voz dulzona:
Bebé, linda, prométeme que no te vas a quedar triste.Mina asiente, pero eso no basta:
Mami, júramelo, porque si no, soy yo quien se irá triste.
José le informa a Mina que saldrán a las cinco de la mañana. Es muy
temprano. Si ella no quiere levantarse, está bien. Lo importante es que
descanse. Rosalba vuelve a abrazar a Mina y le pregunta qué hará durante
la semana en que estará
solita. Sin esperar la respuesta, le indica a su madre que haga todo lo que quiera, menos salir de la casa o invitar a alguno de los vecinos, porque nunca se sabe...
Mina le promete que seguirá sus consejos y Rosalba, con lágrimas que brotan de un bostezo reprimido, le hace otra pregunta:
¿Te das cuenta de cómo te cuido y cuánto te amo? Cuando te digo que no hagas esto o lo otro es sólo porque quiero verte segura y dichosa.Mina se declara una madre afortunada: ninguna otra tiene una hija como la suya, que vela tanto por su felicidad.
III
A las cuatro y media de la mañana, las maletas están en
la cajuela, las botellas de agua y los refrescos en la hielera recién
comprada. Sólo falta que se despidan, los viajeros suban al auto, Mina
vuela a la casa y cierre la puerta con doble llave.
Ya sola, echa un vistazo a la estancia. El desorden la abruma, pero
enseguida se pone el delantal y ve el reloj: de aquí a las doce tiene
tiempo para arreglarlo todo, bañarse, vestirse con la bata de seda y
prepararle a Eduardo una botanita. El año pasado él la recibió en su
departamento. Ahora le toca a ella ser anfitriona. Mina se siente más
que satisfecha: sin salir de la casa tendrá junto a su amigo una semana
completa de felicidad. ¿Habrá mejor forma de cumplirle a su adorable
Rosalba la promesa que le hizo?
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