Al menos desde la presentación del Tableau Economique,
de Quesnay, en la Francia de la segunda mitad del siglo XVIII, el
pensamiento teórico promovió una tesis esencial: el dinamismo de la
economía depende del gasto productivo.
Es el plasmado en los adelantos –primitivos o anuales– empleados en
agricultura, prados, pastizales, bosques, minas y pesca (explotación de
recursos naturales) para perpetuar la riqueza en granos, bebidas,
madera, ganado y materias primas para la manufactura. Éstos son –a su
decir– los únicos que generan producto neto, excedente. En complemento
–y corrección de algunas ideas de quien Marx llama
divino Doctor–, Adam Smith distinguió dos tipos de trabajo. El productivo, que agrega valor. A saber, capacidad de adquirir bienes que, a su vez, depende de la cantidad de trabajo incorporado sobre los objetos que se aplica. Y el improductivo, que no lo agrega.
Su comparación del trabajo de un artesano con el de un criado no es
la mejor para profundizar su brillante distinción. Pero así la ilustró. Y
en su pensar, parte del trabajo denominado estéril por los fisiócratas,
es reconocido como productivo. Así, en los clásicos, tanto el trabajo
en la explotación de los recursos naturales como en la manufactura y en
la industria genera excedente. Esta concepción es eje de reflexión y
debate en el pensamiento económico. Aún más la idea de Marx de que es
plusvalor, trabajo no pagado. De ahí el gran debate sobre teoría y
programa de lucha social que sustenta.
En consecuencia, a decir de estos brillantes autores, el nivel de
adelantos productivos determina el del producto neto. Los sistemas
dominantes de clasificación del trabajo social reconocen a todo tipo de
trabajo la capacidad de generar valor. Y miden el valor excedente
producido en cada ciclo –anual, según Smith– a través del producto
interno bruto (PIB). Pero en la tradición clásica y marxista el valor
reconocido en las esferas del trabajo improductivo –difíciles de
distinguir en algunos casos– es valor transferido de las esferas del
trabajo productivo. Y hoy, con el desarrollo de la financiarización, la
mayor parte de esas transferencias van a las esferas financieras, cuyos
beneficios han crecido enormemente.
Todo esto para decir que es preciso centrarse en la evolución
reciente de los gastos productivos y de los adelantos en México –en la
inversión, aunque la contabilidad social dominante no nos permita de
manera simple distinguir los productivos de los improductivos.
Concluyamos con algunos datos impresionantes. En los últimos 30 años la
más alta participación de la inversión en el PIB de México (24 por
ciento) se registró a finales de 1994, antes de la crisis de 1995.
Solamente a finales de 2008 y de 2011 –apenas durante uno o dos
trimestres– la formación bruta de capital alcanzó 23 por ciento. Pero de
finales de 2011 a estos trimestres de 2019 esa participación ha
descendido continuamente, casi cuatro puntos en el PIB. En consecuencia,
el comportamiento actual de la economía se explica –prioritariamente–
por esta pérdida del poder de la inversión en el producto. Y su
recuperación debe ser de máxima prioridad. Para ello debe reconocerse
que el peso de la inversión privada ha ido en ascenso luego de la crisis
de 2009 y que hoy casi representa 90 por ciento del total, con sus
ventajas e inconvenientes. Habrá que ver bajo qué condiciones podría
recuperarse plenamente. La privada y la pública. Sin duda.
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