Alejandro Nadal
Durante muchos años
buena parte de la comunidad de economistas cultivó la teoría de que la
creciente desigualdad en Estados Unidos se debía a la presión que el
cambio técnico ejercía sobre las remuneraciones de los trabajadores.
Esta narrativa viene en varias envolturas, una más deficiente que otra,
pero siempre le arregló muy bien a los poderes establecidos. De ahí su
popularidad.
En una de sus presentaciones, el razonamiento es como sigue. El
proceso de cambio técnico inherente al capitalismo hace que los
trabajadores sean más productivos. Esto reduce la demanda de
trabajadores, pero, como los trabajadores siguen teniendo necesidad de
laborar, no les queda más remedio que moverse hacia sectores de baja
productividad, menores salarios y peores condiciones en términos de
precariedad. Es decir, el cambio técnico termina por imprimir un sesgo
regresivo en la escala de remuneraciones, porque aumenta la demanda de
trabajadores más calificados al tiempo que se castiga a los empleos de
menores remuneraciones. En un giro que recuerda las viejas discusiones
sobre el cambio técnico inducido, esta historia también afirma que los
bajos salarios en las ramas más castigadas eliminan los incentivos a
introducir innovaciones intensivas en capital. Todo eso vendría a
explicar la creciente desigualdad que ya es motivo de escándalo en la
sociedad estadunidense desde hace años.
Esta narrativa sobre las causas de la desigualdad se aplica en estos
días a la introducción y difusión de robots de todo tipo en la economía.
Ahora la presencia de éstos en casi cualquier rama de la industria
manufacturera es común. Pero también lo está siendo cada vez más en el
sector servicios, desde los procesos especulativos en el sector
financiero hasta los sectores de hotelería, restauración y salud. Nadie
va a quedar a salvo de esta oleada de cambio técnico. ¡Quizás hasta un
día estas líneas podrían ser escritas por un robot!
Pero si bien la difusión de este proceso de difusión de innovaciones
(la robotización) mantiene su ritmo acelerado, hay importantes críticas a
esta narrativa cuando se le quiere utilizar para explicar la
desigualdad. La primera es que la presencia de robots no es privativa de
la economía estadunidense. Economías de un grado de desarrollo
tecnológico comparable, como Japón y Alemania, tienen una presencia de
robots en su economía similar o mayor que la que encontramos en Estados
Unidos. Dicho sea de paso, la introducción de robots en esas economías
es una respuesta al envejecimiento de la población y puede ayudar a
mitigar su impacto sobre el crecimiento. En todo caso, esas economías no
experimentaron el crecimiento en la desigualdad que hoy muestra la
sociedad estadunidense. Esto indica que las causas de la desigualdad hay
que buscarlas en otra parte.
La tasa de desigualdad en Estados Unidos comienza a crecer de manera
patológica en la década de 1970. En esos años culmina un proceso de
desintegración del entramado institucional construido durante la Gran
Depresión y bajo el mandato presidencial de Roosevelt. Ese marco
institucional (parte del New Deal rooseveltiano) había incluido
legislación sobre condiciones de trabajo, negociaciones de contratos
colectivos y remuneraciones. Por el lado fiscal, también introdujo
esquemas impositivos progresivos (con altas tasas fiscales para los
estratos de mayores ingresos). La reacción del capital en contra de ese
marco institucional se manifestó desde los años 1930, en plena
depresión, pero la fuerza de los sindicatos y su penetración en la
economía estadunidense eran demasiado importantes.
En 1949 las tres grandes productoras automotrices y los sindicatos llegaron a un acuerdo (llamado por la revista Fortune el
Tratado de Detroit) sobre mejores prestaciones y fondos para el retiro a cambio de una paz laboral. Ese acuerdo y la legislación laboral y fiscal explican la reducción de la desigualdad en la sociedad estadunidense durante la llamada época dorada del capitalismo. Las cosas comenzaron a cambiar rápidamente cuando por fin el capital pudo lograr revertir estas conquistas laborales. Los trabajos de Tomas Piketty, Emanuel Sáez y Gabriel Zucman muestran cómo el proceso de creciente desigualdad está más relacionado con cambios institucionales que con la introducción de nuevas tecnologías, los patrones comerciales con China o el uso de computadoras.
El resultado de todo este análisis es que la desigualdad está
relacionada con el conflicto distribucional que yace en el corazón del
capitalismo. Ese conflicto está ligado a la explotación de la fuerza de
trabajo por el capital. La retórica podrá disfrazar esta realidad de mil
maneras posibles, pero la realidad no se cambia con argucias de
retórica. En países como México la desigualdad también proviene de este
conflicto de clases que define al capital. Afirmar que la corrupción es
culpable de la desigualdad puede ser un expediente útil para abordar un
problema político. Pero al igual que la historia de los robots, esa
narrativa no corresponde a la realidad.
Twitter: @anadaloficial
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