Editorial La Jornada
Un informe de la
organización internacional Oxfam señala que las 2 mil 153 personas más
ricas del planeta tienen mayores posesiones que el total de los 4 mil
600 millones más pobres del mundo. En contraste, el aporte no pagado de
las mujeres a la economía global –más de 10 billones de dólares al año–
es el triple que lo aportado por la industria tecnológica.
Cierto, la desigualdad está modulada de manera regional y tiene uno
de sus contrastes más claros entre las mayorías depauperadas de los
países del Sur y las clases medias y al-tas de los del Norte, tanto en
ingresos como en calidad de vida. Sin embargo, en los estados
integrantes del G7, que agrupa a las economías más poderosas, la
desigualdad ha aumentado en forma dramática en las primeras dos décadas
del presente siglo –70 por ciento de 2000 a la fecha–, lo que se
explica, sobre todo, por el diferencial entre riqueza financiera y renta
salarial. Otras dimensiones de la desigualdad en el mundo contemporáneo
son las diferencias entre mujeres y hombres y las que separan a las
poblaciones rurales de los habitantes urbanos. Tales diferencias no se
refieren sólo al ingreso ni son únicamente de carácter patrimonial, sino
que se traducen en contrastes en la esperanza de vida, el acceso a la
educación y al trabajo, los servicios de salud, las condiciones de
vivienda y las perspectivas de jubilación, entre muchos otros puntos. A
fin de cuentas, estos contrastes determinan la capacidad o la
incapacidad de los sujetos para ser dueños de su destino y diseñar su
vida, o bien para ser esclavos de la necesidad y la contingencia.
Si bien las mayores concentraciones de pobreza se ubican en el
continente africano, en América Latina se tiene la desigualdad más
escandalosa, lo que se traduce de forma necesaria en sociedades menos
armónicas, en instituciones políticas más inestables y en escenarios de
polarización social y política. No parece casual que varias naciones de
Sudamérica hayan sido estremecidas en 2019 por revueltas sociales de
gran calado –como en Ecuador, Chile y Colombia–, ni que el ex presidente
argentino Mauricio Macri –promotor indudable de la desigualdad
económica y social– haya sufrido una sonora derrota en los comicios
presidenciales del 27 de octubre pasado. Desde luego, la desigualdad
imperante en el país fue también un factor importante en el triunfo de
Andrés Manuel López Obrador en la elección de julio de 2018, en México, a
las que concurrió con una plataforma política caracterizada por las
medidas redistributivas y la atención prioritaria a los que menos
tienen.
Nuestro país es, con certeza, un ejemplo de desigualdades: las hay
regionales, entre norte y sur y sureste; de género, pues en un mismo
sector social las mujeres enfrentan condiciones laborales, educativas,
salariales y patrimoniales más adversas que los hombres; y también,
claro, de origen social y étnico.
Desde cualquier perspectiva, la desigualdad que azota al mundo es
resultado de mecanismos inmorales de concentración de la riqueza en
manos de unos cuantos. Igual de grave, el contraste entre la pobreza de
muchos y la riqueza de unos pocos, no sólo acorta vidas y se traduce en
existencias desgraciadas, sino que acaba por amenazar la estabilidad
mundial en su conjunto; así lo muestran fenómenos como los flujos
migratorios, los aumentos en los índices delictivos y revueltas como las
que han conmocionado a Francia por varios meses.
Así pues, por ética, por sentido común y hasta por pragmatismo, la
reducción de la desigualdad debe ser asumida como tarea prioritaria y
urgente por los gobiernos y los organismos internacionales.
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