Por Daniel Cazés-Menache*
Aunque sea difícil percibirlo, la reforma del Estado mexicano avanza, incluso a contracorriente. Hay quienes piensan que comprende en exclusiva a la estructura del gobierno y los órganos electorales. Pero para quienes estamos dispuestos a profundizar lo necesario en sus los alcances, una auténtica reforma consiste en la transformación radical de las relaciones cotidianas de las personas entre ellas y en las instituciones.
Transformar los aparatos de gobierno es complicado porque los negociantes de la política y la burocracia siempre defenderán sus intereses como decía López Portillo que defendería al peso.
Los marcos jurídicos para los cambios profundos de la cotidianidad, los que más importan si consideramos que el Estado somos todos y todas, serán aún más complejos, pues consisten antes que nada en transformar mentalidades, actitudes, predisposiciones, prejuicios, usos y costumbres profundamente arraigados en el conjunto de los sujetos de la vida social. En esta dirección, la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida sin Violencia, publicada en el Diario Oficial el 2 de febrero de este año, es un pilar imprescindible: establece definiciones, prescribe estructuras en todos los niveles de gobierno y pone en marcha el proceso para la elaboración de leyes y reglamentos, y para la creación y el funcionamiento de un Programa Integral y de un Sistema Nacional.
Se trata de una auténtica ley del siglo 21, casi seguramente sin paralelo en ningún otro país. Es absolutamente necesario conocer ampliamente su contenido y sus perspectivas. He aquí una breve introducción:
La Ley fue pensada para la coordinación entre los tres niveles de gobierno con objeto de prevenir, atender, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres, y también para garantizar su desarrollo en condiciones de igualdad y sin discriminación.
La Ley define, por primera vez en México, los derechos humanos de las mujeres en referencia a las convenciones internacionales pertinentes, y la perspectiva de género como visión científica y política; declara además su propósito de eliminar la opresión de género (desigualdad, injusticia y jerarquización basadas en el género) para construir una sociedad en que mujeres y hombres tengan el mismo valor e igualdad de derechos y oportunidades para acceder a los recursos económicos y de representación en todos los ámbitos de decisión.
Se asienta además en este texto legislativo que el empoderamiento de las mujeres es el proceso en el que transitan de la opresión, la desigualdad, la discriminación, la explotación o la exclusión, a un estado de conciencia, autodeterminación y autonomía manifiesto en el ejercicio democrático del goce pleno de sus derechos.
La Ley define a la misoginia como las conductas de odio hacia las mujeres expresado en la violencia y la crueldad contra ellas.
Al concluir el título I, la Ley hace una clasificación con especificaciones claras de las formas de violencia (sicológica, física, patrimonial, económica, sexual) con la que se lesionan o dañan la dignidad, la integridad o la libertad de las mujeres.
Esta Ley que me propongo analizar poco a poco, es notablemente original, entre otras razones por la filosofía jurídica y política que sintetiza y convierte en preceptos.
Como puede advertirse en estas líneas y en las que dedicaré al mismo tema en mis siguientes colaboraciones, la publicidad que hace el Senado (“...esta es la última vez que le pegan a...”) tiene poco que ver con lo que la Ley abarca de manera más importante y creativa, construye instituciones y mecanismos, propone alternativas democráticas al conservadurismo e inquieta a quienes hacen cada día lo posible porque la misoginia dominante se mantenga inmutable.
Conviene señalar que, para su cumplimiento, la Ley asigna competencias específicas a la Federación, a Gobernación, a Desarrollo Social, a Seguridad Pública, a la SEP, a Salud, a la PGR, al Instituto Nacional de las Mujeres, a las entidades federativas y a los municipios. Además, se ocupa de la atención a las víctimas de la violencia. A estas cuestiones me referiré próximamente.Por ahora, subrayaré que para que la Ley quede en condiciones de que se recurra plenamente a ella, aún queda bastante trabajo por hacer: a contar del 2 de febrero, el Ejecutivo y las entidades a las que corresponda tendrán 90 días para emitir su reglamento, 60 días para integrar el Sistema Nacional, y 90 para expedir el reglamento respectivo; en un año deberá contarse con el Diagnóstico Nacional, en 45 días debe conformarse el Banco Nacional de Datos e Información sobre Violencia contra las Mujeres. Por su parte, las legislaturas locales cuentan con seis meses para realizar las reformas necesarias a sus leyes.
Las críticas a la Ley deben ser bienvenidas, pero las que señalan su oposición (aduciendo, por ejemplo, que atenta contra las garantías de quienes ejercen violencia contra las mujeres) debieran detenerse en los alcances filosóficos, sociales y políticos de este instrumento legislativo sin precedente.
* Antropólogo lingüista por la ENAH, la UNAM y la Sorbona. Dirige el Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de la UNAM, en el que está adscrito al Programa de Investigación Feminista; coordinó el libro Hombres ante la misoginia (UNAM, 2006).
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