Foto: Benjamin Flores
El Trife y el IFE han impuesto a los partidos políticos el cumplimiento de la ley electoral que establece la fórmula 60/40 de candidatos/as a puestos de elección popular. Esta proporción, decidida por el Congreso hace ya cinco años, exige que no haya más de un 60% ni menos de un 40% de candidatos del mismo “género”. Para las candidaturas uninominales esto puede significar 180 hombres y 120 mujeres, o también 180 mujeres y 120 hombres. La fórmula de 60/40 es el ajuste flexible, “a la mexicana”, de la paridad (50/50). De hecho, las diputadas integrantes de la Comisión de Equidad y Género de la Cámara de Diputados que en 2007 promovieron dicha reforma hablaron inicialmente de paridad, pero a través de la Comisión de la Reforma Política, presidida entonces por Diódoro Carrasco, se votó la contrapropuesta de 60/40.
La paridad es la vía que las democracias más avanzadas han implementado para garantizar una proporcionalidad entre hombres y mujeres en los espacios donde son tomadas las decisiones públicas. La composición sexuada de la población (½ de mujeres y ½ de hombres) es paritaria y, por lo tanto, una representación justa debería ser la de ½ mujeres y ½ hombres. Así de sencillo. Justamente por ese equilibrio demográfico de la diferencia sexual es que se puede otorgar paridad política, mientras que las demás diferencias humanas son de otro orden: en ninguna parte hay ½ de indígenas y ½ de mestizos, o ½ de católicos y ½ de ateos, o ½ de homosexuales y ½ de heterosexuales.
En México, como en el resto del mundo, las mujeres están subrepresentadas en el gobierno y en el Congreso. Esto no se debe a la inexistencia de mujeres capaces de dirigir nuestras instituciones políticas, sino a que el poder político trabaja para perpetuarse a sí mismo y desde hace tiempo lo que se ha estado reproduciendo es un esquema patriarcal. Por eso las mujeres políticas, acompañadas de algunos hombres progresistas, han venido pugnando desde hace años por un mecanismo que fortalezca la presencia femenina en las instituciones con responsabilidad pública.
Las reacciones, como se ha podido ver en estos días, son adversas cuando se afecta el monopolio masculino de la política: desde alegatos sobre lo discriminatorio que es “imponer cuotas”, hasta exabruptos furiosos de quienes “pierden” lugares que ya consideraban propios. Tal vez lo más sorprendente sea la amplia ignorancia que se ha manifestado sobre el sentido de la acción afirmativa: acelerar el proceso de igualación política entre mujeres y hombres. La igualdad sustantiva requiere no sólo igualdad de oportunidades y de trato, sino que implica obtener igualdad de resultados. Se empieza por corregir la representación insuficiente de las mujeres, pero para alcanzar la igualdad de resultados no sólo se debe garantizar cierta cantidad de mujeres en las listas, sino también colocarlas en distritos ganadores para que el resultado de la elección arroje un número similar de mujeres y hombres. ¡Pero cómo, quieren todo!, exclaman furibundos algunos hombres. No –responden las mujeres–, sólo queremos lo que nos corresponde. Somos la mitad de la población, nos toca la mitad de la representación.
Las acciones afirmativas causan problemas internos en los partidos y gobiernos, pero ¿acaso hay otra manera de repartir un poder que está desproporcionadamente repartido? La paridad redistribuye recursos y poder más equitativamente, y cuando es integral y conlleva paridad educativa y doméstica, subsana desde la raíz la desigualdad social entre mujeres y hombres. La paridad educativa requiere una coeducación mixta, con aprendizaje sobre la igualdad de género, y la paridad en el hogar impulsa una repartición más equitativa de las tareas domésticas y de cuidado, con apoyos sociales para conciliar las responsabilidades familiares y laborales. De ahí que se vea la conjunción de paridad política, paridad educativa y paridad doméstica como una palanca fundamental para construir un orden social más igualitario.
Hay que congratularnos por la determinación del Trife y del IFE, pues además de que respalda una decisión votada en el Congreso y renueva el sistema de representación política, también obliga a pensar la justicia y la convivencia entre mujeres y hombres de otra manera. Protestas de los partidos y de muchos hombres políticos las hay, y las seguirá habiendo. Y es una pena que incluso comentaristas políticos de primer nivel no hayan entendido el sentido positivo que tiene esta acción afirmativa. Las costumbres machistas no se eclipsan graciosamente del escenario político por una decisión, por más justa que sea. Pero es indiscutible que el objetivo del 60/40 ayuda no sólo a una más exacta representatividad de la nación, sino fundamentalmente a una mejor convivencia y al aumento de calidad de nuestra democracia.
La guerra no es entre los sexos. Es entre una concepción política que se aferra a privilegios arcaicos a los que se ha acostumbrado y una concepción que aspira a un futuro donde la igualdad sustantiva entre mujeres y hombres sea una realidad. Ojalá que el revuelo mediático que ha causado esta acertada decisión abra un debate público que esclarezca las dudas en torno a la paridad. Pero, por lo pronto, felicidades a la magistrada y los magistrados del Trife, y a todo el equipo del IFE.
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