CIMACFoto: César Martínez López
La consigna de la calle, la de barrio, la de a pie, dice “y la
maldad, y la maldad y la maldad feminista”, seguida de aplausos, gritos y
relajo. El significado es mucho más profundo de lo que se cree, tiene
que ver con la capacidad de las mujeres de aceptar que seremos tildadas
de locas, de malas y egoístas siempre que renunciemos a la abnegación y a
la explotación amorosa de la que históricamente se valió el patriarcado
para hacernos trabajar por ellos, para defender los intereses de ellos,
para ser sus voceras y sacrifinar nuestros intereses por los de ellos.
Esta
semana un artículo sobre literatura y mujeres que retoma algunas
reflexiones de escritoras recuerda que las mujeres son retratadas por
los escritores como personajes arquetípicos, basados en cliches
facilones y sosos, como sus descripciones en las novelas escritas por
hombres con personajes femeninos. Ya lo sabíamos, hemos hablado y
escrito de esto -algunas- desde hace algún tiempo.
Y es como nos
“definen”, es el “concepto que nos han construido para decirmos cómo es
ser mujer”, y ya lo decíamos aquí mismo en esta columna. Ahora nos dicen
hasta quién es y quién no es “mujer”.
Ahora son cada vez más las
mujeres que asumen que ser “empáticas” supone ponerse de su lado alguna
vez, que si ellos están hay que meterlos a nuestras democracias, a
nuestros espacios, etc. Es decir, algunas mujeres se terminaron
convirtiendo en las voceras de sus intereses, de los que se enmascaran
de “feministos”, “hombres progres”, “hombres solidarios”, los “compas”.
A
las mujeres nos cuesta aceptar que somos sujetas muchas veces de la
abnegación como un complejo aprendido en el que ponderamos las
necesidades de los hombres, antes que la propia o la de otras, la
explotación amorosa; nosotras terminamos siendo sus voceras, sus
defensoras y pidiendo la inclusión para ellos.
En esa dinámica,
las que estamos mal somos las que nos atrevemos a pensar diferente, a
proponer que es necesario ponernos a nosotras en el centro, a
privilegiar como hace unos años que los espacios de diálogo y discusión
sean para las mujeres que apenas están aprendiendo a escucharse a sí
mismas.
¿Se han dado cuenta que cuando un hombre participa en una
reunión de mujeres tiene la virtud de recibir los aplausos, el
reconocimiento y la defensa por encima de desplazar espacios para otras
mujeres en aras de dárselos a ellos?
Hace más de seis ó siete años
cuando empezamos a hacer las escuelitas feministas en la Península,
cada vez que hacíamos una sesión, teníamos que destinar tiempo a
explicarles a nuevas compañeras por qué no admitíamos hombres en el
espacio, teníamos que explicarle a la compañera que insistía en ir
acompañada por su novio, por su amigo, por su empático y solidario
compañero de causa…
Ningún movimiento por radical que haya sido ha
logrado revertir la condición de desigualdad de las mujeres, por eso
tenemos la reflexión de “la revolución será feminista o no será”.
Ese
tema sobre el que he escrito antes me ha puesto a reflexionar de nuevo
sobre las locas, malas y egoístas mujeres, en que necesitamos
convertirnos para dejar atrás esos complejos invisibles de abnegación y
sacrificio, anteponiendo sus necesidades a las nuestras, poniéndolas por
encima de las nuestras y de otras mujeres.
No es fácil, nada
fácil asumir y vivir con la conciencia de asumirse egoísta y decir clara
y directamente que nosotras no necesitamos su aprobación ni
complicidad, que no tenemos porqué sentirnos malas o egoístas porque
preferimos en un acto sororal a otras mujeres; bastaría explicarlo
recordando que por siglos los hombres se guiaron bajo la fraternidad y
no tuvieron ningún problema en tener un Senado, una Cámara de diputados,
comités, mesas directivas, gabinetes total y absolutamente con hombres,
que las mujeres que ocuparon espacios lo hicieron remontando
adversidades como todavía lo hacen.
No, no está mal ni tenemos
porqué sentirnos mal o que nos vean mal si fijamos clara y
contundentemente una posición de reconocer que las mujeres aún hoy día
habitamos las periferias y que todavía las mujeres empezamos a construir
nuestra propia voz y nuestros propios espacios.
Las escritoras
han empezado a reflexionar sobre esto, hace ya bastante que Mary Louis
Pratt lo dijo y reflexionó: estamos fuera del canon, lo estuvieron las
escritoras. Ahora sabemos que son escritores hombres los que siguen
construyendo arquetipicos personajes femeninos convertidos en objetos
sexuales, que si tienen que pasar por ponerse “nombre de mujer” y
ponerse un seudónimo de mujer lo hacen, usurpan el lugar de otras
mujeres, se reúnen tres y construyen un personaje femenino como lo
señalan en el artículo que recomiendo y dejo aquí.
Margaret
Atwood decía que las mujeres debían enmascarar su nombre en el de un
hombre para ser publicadas por siglos, ahora los hombres desplazan a las
mujeres y los espacios de las escritoras, pero esto también sucede en
otros espacios en los que prevalece ese sentimiento de abnegación frente
a las necesidades de ellos, los feministos de hoy.
La abnegación, el sacrificio y la resignación, son los sentimientos que distinguen el ideal de una mujer buena -entre otras características-, modelo construido desde el patriarcado; pero son también las causas de los problemas que las mujeres afrontan y el origen en muchas ocasiones de la explotación amorosa que hombres, familiares, amigos, amantes o conocidos, ejercen en sus vidas.
Sobran ejemplos de en qué problemas y situaciones graves llegan a estar las mujeres por el sacrificio del amor, por la abnegación de dar todo lo que tienen y quedarse sin nada para ellas mismas hasta perder sus propias pertenencias, mujeres que se resignan y aceptan que no pueden cambiar su situación, ese aprendizaje del sistema social para domesticar los espíritus de las mujeres y que parece basado en las creencias de fe, sigue vigente en la vida de muchas mujeres creyentes o no.
Aunque parecen distintos, en realidad todos esos “sentimientos” en los que las niñas somos educadas, a compartir con el hermano, resignarnos sobre el lugar social que ocupamos, y me atrevería a describir la abnegación como ese sentimiento de anteponer la necesidad del otro a la propia, a justificar la necesidad del otro para desplazar a otras. Como la mujer que deja sin comida buena a las niñas para dárselo a los hijos varones.
Tenemos qué revisar cuándo transitamos de un feminismo que tenía claridad sobre los espacios para las mujeres, por las mujeres, de las asambleas feministas en las que teníamos certeza de que era y son espacios para mujeres y que las demás expresiones tenían la libertad de construir sus propios espacios y reflexionar sobre ellos, siempre hubo espacios de izquierdistas, derechistas, de sindicalistas, de abogados, contadores, médicos… hombres.
No significaba dejar afuera a nadie, ellos tienen y tuvieron sus espacios siempre, simplemente teníamos conciencia de que necesitábamos inventarnos espacios para estar a solas nosotras con nosotras, como lo fue por mucho tiempo el espacio de la cocina para las mujeres en casa, ahí donde se conversaba y se hablaba de los problemas de las mujeres en la familia, se resolvían las situaciones por las que se estaba atravesando y se atrevían las mujeres a contar lo que pasaba entre las cuatro paredes de sus casas a otras mujeres.
Sabemos y estamos conscientes de que muchas veces las mujeres dejamos de hablar si hay hombres presentes, y que no sólo pasa eso, sino que también ellos desplazan la voz, ellos ocupan el tiempo para oírse a sí mismos. Quizá tengo claridad de esto último porque hace una década empecé a estudiar el fenómeno a partir de la reflexión que Victoria Ocampo en su publicación “La mujer y su expresión” (1936), hizo hace más de 100 años con su famosa reflexión de “no me interrumpas”.
Hoy pareciera que no es el hombre diciéndole a la mujer “no me interrumpas”, sino es otra mujer diciéndole a las mujeres “silencio, no lo interrumpas”, o incluso pidiendo el turno para darle la voz a ellos, porque “no estamos bien, no estamos completas si no los escuchamos a ellos”.
Y es esa parte la que necesitamos revisarnos, cuando pensamos que “no estamos completas” si ellos.
Quizá necesitamos abrir más espacios de reflexión y conversa en los que revisemos los textos básicos feministas para saber y tener presente cómo y porqué se vuelve necesario empezar a visibilizar y a hablar de las mujeres, a que nosotras nos cuestionemos ese papel heredado de abnegadas, sumidas, sacrificadas y resignadas frente a lo inevitable y elijamos ese camino de ser llamadas locas, malas y egoístas porque no queremos compartir nuestros espacios.
Hace poco leí una frase que dice: “si el feminismo no es radical, son relaciones públicas”, y está bien -para ellas- para las que consideran que de eso se trata su posición política, pero no podemos perder de vista que nombrarnos feministas implica cuestionarnos cada día si estamos tomando decisiones o acciones que nos colocan justo donde el patriarcado ha querido colocarnos.
Esto es, como promotoras, defensoras y abogadas de las causas de ellos, sacrificando las causas de las mujeres, desplazando a otras mujeres, otorgándoles los espacios a ellos, ser extremadamente duras y críticas con otras mujeres que tienen que probar que son buenas todo el tiempo, porque eso significa que no hemos sabido construir un mundo para nosotras.
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