2/10/2024

La violencia sexual y de género en la guerra colombiana, a juicio

 pikaramagazine.com

Martina Di Paula López, Paula Adriana Martínez Bernal, Juventud por el Clima

en el suelo hay imágenes de personas desaparecidas y alrededor de ellas varias mujeres negras colocan flores.- Integrantes de Madres por la vida, conocidas como las patidescalzas, hacen un altar para recordar a las personas desaparecidas ante una magistrada de la JEP. / Foto: J. Marcos

Mujeres por la paz, el grupo de presión conformado por activistas feministas colombianas, exigió la incorporación de mujeres en las mesas de negociación entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC-EP) y el Gobierno de Colombia liderado por Juan Manuel Santos entre 2012 y 2016. Se pretendía cumplir con la resolución 1325 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobada en el año 2000 y la Agenda Mujeres, Paz y Seguridad mediante la cual se instaba a los Estados miembros a “incrementar la participación y representación de las mujeres en la prevención, la gestión y la solución de conflictos.”

La lucha organizada de las mujeres colombianas tienen muchos antecedentes conocidos, como la Ruta pacífica de las mujeres, que desde un maternalismo político, se ha definido como “una propuesta feminista, pacifista, antibélica, antimilitarista y constructora de una ética de la no violencia”, contra “una guerra masculina, excluyente y patriarcal con una participación marginal de mujeres pero [donde] las mujeres y los niños son las principales víctimas”. Desde 1995, se consolidó como una marcha de solidaridad con las personas afectadas por la guerra. Destacan las marchas del 25 de noviembre de 1995 en Urabá; la Quibdó, en 2005; y la de Popayán en 2015. Las experiencias de estas mujeres han quedado recogidas en el Proyecto 1000 voces las mujeres cuentan sus historias de guerra, haciendo presión para la creación de Comisión de la Verdad y para obtener “paz y justicia”. Otro caso es el de las patidescalzas, que luchan, en un supuesto contexto de paz, por la memoria y por la búsqueda de los desaparecidos. Además, Colombia es uno de los países con la tasa más alta de defensores y defensoras de la tierra asesinadas, por ello conocer su lucha por justicia feminista es esencial.

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El género no es una categoría sin significado en los conflictos armados, sino, al contrario, vertebran las expresiones de violencia. En los más de 50 años de conflicto armado interno en Colombia se han presenciado múltiples violencias. Tras la firma del Acuerdo Final de Paz en el año 2016 entre las FARC-EP y el Gobierno de Juan Manuel Santos se ponía fin a las hostilidades entre esta guerrilla y el Estado colombiano. Urgía entonces atender las necesidades de las víctimas y nació el imperativo de atender estas demandas desde la categoría género. Según datos proporcionados por el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, el 49,1 por ciento de víctimas del conflicto son mujeres. De este total de mujeres registradas como víctimas del conflicto ante la Unidad, 4.092.494 son desplazadas (91,1 por ciento), 486.594 (10.8) son víctimas de homicidio, 251.714 (5.6) han sufrido amenazas y 84.579 (1,8), desaparición forzada. Estas cifras evidencian entonces la necesidad de contar con las voces de las mujeres en las negociaciones de paz. Y su participación en Colombia ha sido un hito histórico en la seguridad internacional desde un enfoque feminista.

Por primera vez en la historia y gracias a las demandas de la Alianza 5 Claves -plataforma integrada por las organizaciones Corporación Humanas, SISMA Mujer, Colombia Diversa, la Red Nacional de Mujeres y Women’s Link Worldwide– se conformó la que sería la primera Subcomisión de género, en el marco de un conflicto armado. Con anterioridad a este hito feminista, la participación de mujeres se había tenido en cuenta en procesos de negociación de paz como en El Salvador, Sudáfrica, Irlanda del Norte, Guatemala y Somalia, pero en todos los casos como acompañantes o testigos, pero nunca como sujetas políticas.

Tras más de siete años desde la firma del Acuerdo se ha cumplido apenas un 30 por ciento de las medidas de género pactadas

Las 18 mujeres pertenecientes a colectivos feministas y por la diversidad sexual que conformaron la Subcomisión de género en La Habana exigieron explícitamente a la mesa de negociación “ser pactantes y no pactadas”. Esta mesa fue liderada por María Paulina Riveros, delegada del Gobierno nacional, y Victoria Sandino Palmera, delegada de las FARC- EP.

Tras más de siete años desde la firma del Acuerdo se ha cumplido apenas un 30 por ciento de las medidas de género pactadas. Frente a esto, en septiembre de 2023 se ha abierto el Macrocaso 11, donde la Justicia Especial para la Paz, JEP, uno de los órganos componente de justicia transicional del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición, creado por el Acuerdo de Paz, está investigando las violencias sexuales, reproductivas y por prejuicio contra mujeres y personas LGTBIQ+ como delitos no amnistiables. Colombia está reconociendo y sanando así su pasado doloroso para que no vuelva a repetirse.

El macrocaso se abrió ahora y no antes, pues los delitos se estudiaban de forma individual según el actor armado que cometía el delito y no desde una violencia colectiva y estructural con rasgos comunes. La apertura del macrocaso va a permitir que estas víctimas del conflicto sean al fin a ser escuchadas en entornos seguros donde haya posibilidad de encontrar respuestas, así como de iniciar un proceso que cuente con herramientas para la reparación y la sanación.

A través del sometimiento total del cuerpo de las mujeres los grupos criminales y las corporaciones establecen una forma de control sobre el territorio

“Se debe a que en las guerras, los actores armados se identifican con la comisión de uno u otro crimen. En el caso colombiano, si uno habla de secuestro, piensa en las FARC, si uno habla de ejecuciones extrajudiciales, piensa en el Ejército. Pero cuando hablamos de violencia sexual (…) todos los armados tienen rabo de paja”, explica Adriana Benjumea, directora de la Corporación Humana, en una entrevista. Es importante no abordar este tipo de violencias desde el relato del daño colateral de los conflictos armados. Es de suma importancia otorgar un papel central en las dominaciones que atraviesan los cuerpos de las mujeres. “Tiene fines: callarlas, silenciarlas, sacar información, como método de tortura, como forma de castigo, de enviar un mensaje” explica Benjumea. Y es que evidentemente, la instrumentalización de los cuerpos de las mujeres como recompensa, como moneda de cambio y como forma de territorio en disputa es indudablemente una violencia estructural y no colateral. Además, esta forma de delito como arma de guerra persigue desintegrar el tejido social a través de la violencia sexual. La búsqueda de dominación de los cuerpos está íntimamente relacionada con el deseo de control social y de subordinación conforme al género o la orientación sexual de los sujetos disidentes al sistema patriarcal.

La violencia cae en disputa y los cuerpos de las mujeres son el campo de batalla, siendo el espacio simbólico y material en el que se inscriben nuevas formas de dominio y de soberanía. A través del sometimiento total del cuerpo de las mujeres los grupos criminales y las corporaciones establecen una forma de control sobre el territorio, como ya mostraba Rita Segato en el caso de Ciudad Juárez (México). Se trata de una violencia pública, sistemática e impersonal. El control patriarcal a través de la violencia se expresa en la instrumentalización del cuerpo de las mujeres. La necesidad de reflexionar sobre el origen de las diversas violencias de género contra desde una visión interseccional donde operan sistemas de opresión, explotación y discriminación.

Para aterrizar en cifras la magnitud de estas violencias, se dice que de las 35.178 víctimas identificadas por las JEP entre los años 1957 y 2016, 31.366 son mujeres -niñas y adultas- (89,2 por ciento. Del total de víctimas, 1.857 se identifican como indígenas, 5.793 como afro y 19 como gitanas.

Una de las características de las violencias sexuales es la impunidad judicial y social de la que gozan. Este proceso también pretende desde un enfoque restaurativo y transicional de la justicia “dar un contexto de lo que sucedió, de lo que hicimos y permitimos como sociedad”, como bien explica Beatriz Quintero, activista feminista y directora de la Red Colombiana de Mujeres.

A la espera del desarrollo del proceso judicial y en vista de las sentencias, Colombia sufre los asesinatos masivos de líderes y lideresas de derechos humanos y defensoras de la tierra, especialmente pertenecientes a los pueblos originarios quienes cada vez están más en peligro. 181 personas asesinadas en 2023 según datos presentados por la Defensoría del Pueblo, un 16 por ciento menos que en 2022. Los conflictos del posconflicto, sobre todo en zonas rurales, continúan.

La apertura de este macrocaso de violencia sexual significa que la JEP reconoce que las violencias y discriminaciones contra las mujeres y las persons LGTBIQ+ estuvieron en el corazón del conflicto armado, no viven al margen de la guerra sino que la estructuran. La apertura de este macrocaso no es una decisión aislada, a la deriva, sino que es fruto de la pluralidad de voces que recopilaron e identificaron las violencias y discriminaciones ocurridas en el seno del conflicto armado y ahora ven su deseo de verdad, justicia y reparación materializado.

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