Por
Pablo Gómez
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- La estrategia de guerra contra la delincuencia organizada, proclamada y conducida de manera personal por el entonces presidente Felipe Calderón, se convirtió en un gran fracaso bajo la presidencia de Enrique Peña Nieto en los más de cuatro años en los que se ha refrendado, extendido y complicado esa fallida maniobra.
Después
de una década de “guerra”, la delincuencia organizada ha crecido en
cantidad de personas directamente involucradas, en volúmenes
comerciales, en delitos cometidos contra la gente y en número de
víctimas de la violencia, tanto la ejecutada por los grupos de la
delincuencia organizada como de aquella consumada por las fuerzas
encargadas de perseguirlos.
Es inútil buscar esperanza en las
variaciones mensuales del número de muertos o tratar de consolar a la
opinión pública con el lugar de México en las estadísticas sobre la
cantidad de asesinatos por cada 100 mil habitantes. La crisis de
violencia mexicana se ha prolongado y se ha agudizado.
La pieza
clave de la política oficial ha sido la intervención de las fuerzas
armadas, con el fin de llevar a cabo un enfrentamiento armado con las
mafias y contrarrestar el papel instrumental de numerosas autoridades
civiles al lado de las bandas delincuenciales. Ahora mismo se están
poniendo las esperanzas en una nueva ley de seguridad interior para
dotar a los militares de recursos jurídicos que les “otorguen
garantías”.
La autoridad, incluidas las fuerzas armadas, no está
para exigir garantías en su exclusivo favor, sino para promover,
respetar y proteger los derechos de la gente. Lo que varios generales
quieren es impunidad a perpetuidad para los oficiales y jefes que se
encuentran en “el frente”. Pero eso no se permite ni en las guerras;
ellos lo saben mejor que nadie.
Mas el sabor a derrota que deja la
infortunada intervención masiva de los militares en la crisis de
violencia delincuencial está ligada con esa amargura que provocan los
centenares de víctimas civiles debido al uso incontrolado o
desproporcionado de la fuerza. No han sido para menos, entre otros, los
fusilamientos de Tlatlaya (Estado de México) y el estremecedor video de
Palmarito (Puebla).
La opinión pública nunca ha conocido los
partes militares de los hechos sangrientos, pues se consideran
documentos reservados por motivos de seguridad. Si hubiera que
esclarecer lo que ocurrió en la reciente confrontación con huachicoleros
poblanos, se tendría que partir de los partes que rinden oficiales y
jefes a sus superiores.
Cuando el mando militar declara que todo
debe ser esclarecido por el Ministerio Público Federal, está fingiendo
ser ajeno a actos efectuados bajo su responsabilidad. El Ejército
debería dar la cara directamente, o a través de un vocero de la
Presidencia de la República, para explicar lo que ocurrió e informar al
país.
Las autoridades en México están acostumbradas a anunciar lo
obvio: que se investigará. En eso se pasan los meses y los años. Así ha
sido siempre. Todavía estamos esperando el resultado de la investigación
mandada a hacer con voz enérgica por Echeverría sobre la matanza del 10
de junio de 1971, ordenada por él mismo. Dicho esto para no tener que
mencionar 1968, con su simulados procesos penales, y de otras muchas
tropelías de gobernantes todopoderosos.
El caso de Iguala
–integrante de la actual crisis de violencia de México– podría durar
abierto el tiempo en que se mantengan los mismos en el poder, a pesar de
que todos, menos ciertos periodistas maiceados, están de acuerdo con
que en el basurero de Cocula no pudieron desaparecer absolutamente los
restos de 43 personas tatemadas durante unas cuantas horas; ni que
hubiera sido Auswitch.
El gran fracaso no sólo consiste en que la
violencia crece, sino también que la corrupción aumenta. Pero si eso no
fuera suficiente, también es cierto que el gobierno carece de una mínima
autocrítica, no convoca a hacer nada, no se sabe cuál es el plan.
Después de más de cuatro años de sufrir el robo de combustibles,
cuestión que se ha convertido en un problema de finanzas públicas, y
luego de los enfrentamientos en Puebla, Peña ha dado órdenes para que en
todo el gobierno, también generales y almirantes, se trabaje en la
elaboración de un plan, sencillamente porque no había ninguno.
Los
actuales gobernantes están imposibilitados para admitir que la
delincuencia organizada se combate con Estado social y erradicación de
la corrupción sistémica. No lo pueden hacer porque son neoliberales y su
política de predominio del mercado no sirve para combatir a una de las
actividades más lucrativas de ese mercado que es justamente el de las
drogas prohibidas. Tampoco pueden porque forman parte del gran entramado
global de la corrupción.
Pero los políticos del poder en México
son también exponentes de esa moral que pretende prohibir todo lo que no
se quiere ver. En México se prohibió la mariguana en los años treinta
por presión de Estados Unidos, el mayor productor mundial de cannabis de
todos los tiempos. La prohibición de drogas es, en sí misma, una
enemiga de la sociedad porque promueve delincuencia, corrupción pública y
violencia, pero no impide su producción y consumo. Esa es otra de las
verdades que hay que decir al respecto del gran fracaso que corroe a la
República.
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