La Jornada
El asesinato de la activista Miriam Elizabeth
Rodríguez Martínez, perpetrado la noche del 10 de mayo en Ciudad
Victoria, Tamaulipas, es un episodio más de la generalizada impunidad
que padece el país y que constituye un peligro grave para la población,
pero especialmente para activistas de derechos humanos y periodistas.
La víctima de este enésimo episodio de violencia descontrolada
desarrolló una importante labor como activista del Colectivo de
Desaparecidos de San Fernando y de la Comunidad en Búsqueda de
Desaparecidos en Tamaulipas, y que llegó a esa lucha después de sufrir
la desaparición de su hija, cuyo cadáver descubrió años después en una
de las fosas clandestinas de San Fernando.
Resulta desolador y exasperante que, como le ha ocurrido a muchas
otras personas que buscan esclarecimiento y justicia para familiares que
sufren desaparición forzada, asesinato o feminicidio (como Marisela
Escobedo, ejecutada a las puertas del Palacio de Gobierno de Chihuahua
en diciembre de 2010 por exigir que el asesino de su hija no quedara
impune) Rodríguez Martínez haya sido una doble víctima: delas autoriddes
que no fueron capaces de garantizar la seguridad de su hija y de
quienes la acribillaron a balazos en su domicilio la noche del miércoles
pasado.
Es inevitable también recordar que ese mismo día las secretarías de
Relaciones Exteriores y de Gobernación reaccionaron con irritación al
informe difundido la víspera por el Instituto Internacional de Estudios
Estratégicos (IISS, por sus siglas en inglés) de Londres en el que
señala que, debido a las confrontaciones entre las fuerzas de seguridad y
las organizaciones delictivas, México es el segundo país más violento
del mundo, después de Siria, si se mide por número de muertos.
Las dependencias nacionales referidas señalaron en un comunicado conjunto que el informe en cuestión
utiliza cifras cuyo origen se desconoce, refleja estimaciones basadas en metodologías inciertas y aplica términos jurídicos de manera equivocada.
Más allá de discusiones sobre estadística y numeralia, el hecho es
que las cotas de impunidad alcanzadas por los agentes de la violencia en
México sólo son comparables a las que se alcanzan en un conflicto
armado como el que atraviesa el país árabe, y que la falta de justicia
retroalimenta la violencia y la criminalidad. Un Estado que falla en sus
tareas básicas de proteger la vida de sus ciudadanos y de procurar e
impartir justicia a quienes atenten contra ella termina, a fin de
cuentas, por parecerse a la ausencia de Estado que caracteriza a
naciones y regiones que se encuentran en una guerra civil como la siria.
Por eso es imprescindible que las autoridades cumplan con su deber a
fin de impedir que vuelva a ocupar los espacios informativos el
homicidio de una activista de derechos humanos más, una periodista más,
un campesino ambientalista más.
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