Luis Linares Zapata
La andanada sistémica contra
el gobierno electo volvió a encontrar un caso ejemplar para empujar su
crítica: la boda de la semana y su despliegue, a todo color, en el ¡Hola!
Esa revista deformadora de las visiones ya de por sí contaminadas. Y,
en efecto, ha sido un punto neurálgico para golpear la imagen de la
futura administración. El suceso mostró, con claridad meridiana, varias
disonancias respecto de los compromisos de campaña. Una, entre lo
prometido –recato– como regla de conducta pública, para todo servidor
público futuro, en disparejo desarreglo con la compleja realidad. Ahí el
choque fue por demás chocante. En el fondo, este tropiezo, clave
también por su capacidad ejemplificador, toca de lleno la disposición de
castigar al infractor o causante del desaguisado, con la firmeza
necesaria para fijar el indispensable remedio. Pero, en este sonado caso
particular, quedó ensartado un militante fiel y eficaz durante largo
tiempo y con quien hay necesidad de tener salvaguardas. Enfrentar con
decisión tan delicado asunto, muestra las áreas grises, las limitantes
que impone el balance entre errores clave y servicios prestados a la
causa.
Un gobierno en formación casi tiene la obligación de recaer en
fallas, tropiezos y hasta en errores de distinta gravedad. La premura de
tiempo para avanzar en sus programas básicos y grandes cambios,
conspira contra la congruencia, la solidez de sus pronunciamientos
iniciales y hasta de la eficacia en su accionar. Lo importante, en caso
de errores, es la introducción inmediata de los correctivos para
rescatar la confianza ciudadana que pudo quedar en entredicho. El
próximo diciembre marcará, desde un inicio, la cruda verdad de su
presumida modestia y recato.
Este sonado caso y el escándalo provocado no es sino otro de los
momentos de un enfrentamiento de fondo entre la continuidad de un modelo
y las aspiraciones de modificarlo para beneficio de los ignorados por
los poderes actuales.
Este, no hay que olvidar, es el aspecto toral del pleito actual. De
la manera en que se dé cauce al cambio transformador dependerá el juicio
popular. Un dilatado proceso que se cincela desde el primer día de
actividades gubernativas. Antes, en este ahora un tanto confuso y
atropellado, hay obligación de rencauzar la carreta administrativa y
filosófica a la brevedad posible y con la seriedad solicitada. Los
vientos que corren por la República no dejan la menor duda de la lucha
que se viene manifestando en el espacio público. Bajarle los ánimos a
los triunfadores, mostrar sus incoherencias, exponerlos al escarnio o
simplemente reírse de sus afirmaciones son aspectos de esta trifulca en
juego.
En la parte sustantiva de la pretensión de lograr la ansiada
transformación sistémica subyace el meollo de la actualidad y el futuro.
Se trata de encontrar los medios para introducir los balances perdidos
en la justicia distributiva. Y, por ende, reponer la ruta hacia el
bienestar de aquellos que han quedado marginados. En los años 70 del
siglo pasado, la masa salarial de los trabajadores, en los países
avanzados, había alcanzado a ser de 70 por ciento del producto interno
bruto. Treinta años después, el promedio quedó en 60 por ciento. Ese
enorme trasvase de recursos fue capturado por el capital y sus pocos
detentadores. En España, por ejemplo, el problema ha sido mayor: el
trabajo perdió entre 15 y 20 por ciento en igual periodo, debido a que
el Partido Socialista (PSOE) abrazó, con entusiasmo, la fe neoliberal.
En México la situación de deterioro del ingreso de los trabajadores ha
sido dramática. En primer lugar porque nunca se pudo repartir el ingreso
en favor del factor trabajo, como lo alcanzado bajo el Estado
benefactor europeo o estadunidense. Aquí nunca se llegó a obtener 40 por
ciento para ellos. Pero la caída posterior ha sido fenomenal. Ronda
ahora los veinte bajos. Una situación de extrema desigualdad y causa
eficiente de la tragedia por la que atraviesa Mexico. La violencia es,
en buena parte, una de las derivadas de tal desbalance en los ingresos
de las distintas clases sociales.
Si hay alguna causa por la cual dar la lucha en el campo del poder y
el bienestar y el morenismo debe abocarse a ello sin dudas es,
precisamente, el de acabar con la terrible desigualdad. No pueden
permitir que logren paralizarles el ánimo o retardar su cometido toral.
Este es el núcleo duro donde se concentran todas las promesas de un
partido que se une al pueblo llano (por eso se le puede llamar
populista). Hoy, en España por ejemplo, el joven partido de izquierda
(Juntos Podemos), que capitanea Pablo Iglesias, exige del gobierno
socialista de Pedro Sánchez, que le atore, sin dilaciones ni titubeos a
la cuestión primordial de esta ruta justiciera: una reforma fiscal que
aumente los impuestos a las grandes corporaciones, bancos incluidos. Sin
tal castigo –contribución– no es posible encontrar los balances
indispensables. Podrá haber varios y serios programas de reparto y
auxilio a los necesitados, pero ello no tocará lo sustantivo de la
acumulación creciente del capital de los beneficios del crecimiento.
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