El deterioro de las condiciones del trabajo, aun sin reformas de
fondo –excepto por las relativas al sistema pensionario y la burocracia
magisterial— se patentó también en el ámbito burocrático, contemplado en
el Apartado B del artículo 123 constitucional que distingue entre
trabajadores de base y de confianza con derechos laborales fundamentales
garantizados, a través de una tercera categoría: la del trabajo
eventual.
Lo de eventual es eufemismo. Hasta ahora no existen datos confiables
sobre la cantidad de trabajadores que, siendo permanentes, deben renovar
su contrato cada tres meses, aunque los testimonios son abundantes,
inclusive, en los despachos de los secretarios de estado.
El asunto está en buena medida silenciado. La necesidad del empleo,
obliga a soportar en silencio, por ejemplo, el retraso constante de la
nómina hasta por varios meses, las horas extras y los días de descanso
impagos, la falta de seguridad social, e inclusive, de servicio médico.
A esa situación debe añadirse el abuso y la prepotencia de una clase
gobernante proclive a ejercer el servicio público con colaboradores como
servidumbre personal: choferes que hacen encargos domésticos,
secretarias que se encargan de proyectos políticos o psuedointelectuales
alternos, profesionistas ocupados en tareas a capricho del superior
jerárquico. Acierto del presidente electo, es la prohibición de lo
anterior, en sus “Lineamientos para el combate a la corrupción y la
aplicación de una política de austeridad republicana”.
Sin embargo, el pasado 9 de octubre, una protesta de trabajadores de
la secretaría de Cultura arribó a la llamada “casa de transición”, la
oficina donde Andrés Manuel López Obrador despacha como presidente
electo. La movilización era principalmente por el retraso en pagos, una
manta pedía regularización de empleos y, si bien su atención corresponde
al gobierno en funciones, el motivo de que se plantaran ahí, es por lo
que se les viene encima.
Abona a la inquietud y malestar burocrático, la propuesta de cambiar
la sede de la mayoría de las dependencias y entidades públicas a los
estados. En este caso, el pasado 25 de septiembre, López Obrador anunció
en Tlaxcala que la primera dependencia en cambiarse, precisamente a esa
ciudad, sería la secretaría de Cultura, lo que ya había consensuado con
el gobernador Marco Antonio Mena.
Pero nadie de su equipo, ni siquiera la futura secretaria del ramo,
Alejandra Fraustro, había –ya no digamos consensuado– hablado con los
siete mil trabajadores cuya incertidumbre laboral se agrava ante dicho
anuncio y presagia la inconformidad generalizada entre los trabajadores
al servicio del estado.
El plan descentralizador, en cuanto a infraestructura y personal, no
parece tan buena idea, o al menos, más allá de la espectacularidad
declarativa, no ha sido suficientemente explicado en un momento de
vulnerabilidad laboral, donde subyace la justa indignación por las
condiciones precarias pre existentes, que pronto, sumará adeptos del
resto de la burocracia federal.
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