La ausencia de testimonios y reflexiones en torno al papel crucial
que jugaron las mujeres durante y después del movimiento refleja una
realidad: el escaso protagonismo político de las mujeres en esa época.
No es extraño que, dado el contexto cultural machista de los años
sesenta, la gran mayoría de los líderes hayan sido varones y que en sus
textos la variedad de la participación femenina apenas se esboce. Una
notable excepción es La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska, libro
conmovedor e imprescindible de leer hoy en día, donde la escritora
entrevista a 103 mujeres de distintas edades y condiciones sociales
involucradas en el movimiento.
Pero, aunque resulta lógica la escasez de mujeres líderes, no es lo
mismo con las activistas de base. Las brigadas estaban integradas por
muchísimas mujeres y además hubo una gran participación femenina que no
ha sido destacada. Deborah Cohen y Lessie Jo Frazier, una historiadora y
una antropóloga estadunidenses, convencidas de que la participación
masiva de la población fue la que hizo tan poderoso y amenazante al
movimiento a los ojos del Estado, estaban sorprendidas de que los
relatos de los líderes no registraran a cabalidad la dimensión de la
participación de las mujeres, se propusieron investigar el papel que
habían tenido las mujeres que se involucraron en ese entonces.
Cohen y Frazier vinieron a México en 1989, entrevistaron a más de 60
mujeres que habían participado en el 68 y registraron qué recordaban y
cómo habían vivido el movimiento. La variedad de las entrevistadas
incluyó a: “estudiantes universitarias en diversas facultades de la
UNAM, en el Instituto Politécnico Nacional, en la Escuela Nacional de
Antropología y en las universidades de provincia; estudiantes más
jóvenes tanto en escuela mixtas como en las exclusivamente femeninas;
mujeres que vivían en los conjuntos habitacionales, principalmente en
Tlatelolco, activistas de partidos políticos, incluyendo a la Juventud
Comunista, hijas de refugiados europeos, abogadas de prisioneros
políticos, mujeres que se preparaban para trabajar en la Olimpiada de
1968, maestras a nivel secundario y universitario, funcionarias
universitarias, madres de estudiantes, prisioneras políticas, artistas,
activistas sociales, miembros del CNH y profesionistas: psiquiatras,
periodistas, antropólogas” (1993:80).
Su investigación ofrece elementos para valorar la participación
femenina en el 68. Ellas encuentran que las mujeres se integraron igual
que los hombres en todos los niveles del movimiento, la gran mayoría en
las brigadas, menos en las asambleas y pocas en el CNH. Y muchísimas
mujeres se comprometieron con el movimiento en la tarea sustantiva de
organizar las comidas:
El proporcionar las comidas permitía un funcionamiento efectivo y
creciente. Además, las horas de comida servían para dar energía y
fortalecer la lucha. Cientos de estudiantes regresaban de sus
actividades nocturnas, matinales o vespertinas y eran recibidos con una
comida caliente y un lugar donde nutrir no solamente su cuerpo, sino su
espíritu (1993:82).
Hacer las compras, cocinar y limpiar después, fueron tareas
laboriosas consideradas “trabajo de mujeres”. Y fueron indispensables.
Jaime García Reyes declara: “para el 23 de septiembre, las escuelas se
habían transformado para muchos de nosotros, en nuestras casas, sobre
todo los que veníamos de provincia. Comíamos y dormíamos. Todo giraba en
torno a las escuelas”.
También Cohen y Frazier registran que otras mujeres desecharon esa
tarea típicamente femenina, pues preferían hablar en los mercados y en
los autobuses, ya que descubrieron que eran buenas para comunicarse con
la gente. Algunas mujeres reformularon la propaganda política,
modificando los mensajes “intelectuales” para que se entendieran,
haciendo “pequeños cuentos”, incorporando mitos populares y dichos
mexicanos. Muchas estuvieron en las guardias nocturnas, lo que les
significó una bronca con sus familias. Y porque su condición femenina
las hacía menos sospechosas, varias fueron mensajeras, y engañaban a la
policía. Las jóvenes de clase alta usaban sus coches.
Yo era estudiante en la Escuela Nacional de Antropología e Historia
(ENAH) y al recordar ese tiempo me doy cuenta de que, aunque muchas
compañeras participaron en el movimiento, esto no forjó una conciencia
feminista. La segunda ola feminista irrumpió en México hasta 1970 y eso
explica que en la ENAH las estudiantes mujeres nos hiciéramos cargo de
traer o preparar la comida, de darle a la manivela del mimeógrafo e,
indefectiblemente, sirviéramos el café. En ese entonces yo no tenía la
más pálida idea del feminismo que se estaba gestando en paralelo en
Europa y Estados Unidos. Yo era una “compa” más, y asumía las tareas que
me encomendaban sin cuestionar esa división tradicional del trabajo
que, años después –ya feminista– analizaría y problematizaría. Tal vez
hubo flashazos de feminismo espontáneo, como uno que me relató
Mariángeles Comesaña. Una de sus compañeras de brigada “Miguel
Hernández” decidió que era muy importante entrar a las cantinas, “pues
cómo era posible que hubiese un espacio en la Ciudad de México que
estuviera prohibido para las mujeres”. Así, un grupo de chicas entraban
rapidísimo, entregaban los volantes mientras los meseros o el encargado
les decían “Sálganse, sálganse, no pueden estar aquí” y los borrachitos
gritaban “déjenlas que se queden”.
El propósito de Cohen y Frazier no fue tomar las experiencias de las
mujeres como un complemento de la historia oficial, ni obtener “una
perspectiva de las mujeres”, sino ganar una mirada más completa sobre lo
que ocurrió. Ellas registran la camaradería entre mujeres y hombres, al
grado de que a las mujeres no nos daba miedo quedarnos a hacer guardia
en la noche en la escuela, con ellos al lado. Sin duda, el movimiento
desafió los valores sexuales tradicionales, y provocó ampliaciones
inesperadas en la vida sexual de muchas, con múltiples tránsitos de la
política al sexo, del sexo a la política. Los momentos intensos y
peligrosos que se vivían cambiaron las relaciones personales de todo
tipo. Mientras las familias se sentían amenazadas por las actividades de
sus hijas e hijos, las jóvenes descubrían nuevas dimensiones en las
relaciones con los hombres: desde como amantes hasta como camaradas. El
despertar sexual de muchas mujeres estuvo ligado a su despertar
político, y viceversa. La amistad entre hombres y mujeres se volvió una
realidad. Podía haber una sola mujer en una brigada y todos eran
camaradas. Varias terminaron la relación con el novio porque no apoyaba
al movimiento o porque desaprobaba su involucramiento. Las vidas de
muchas se transformaron al quedarse de noche en las guardias. Cohen y
Frazier recogen las palabras de Luisa, de la Facultad de Ciencias
Políticas, sobre el movimiento: “Fue dar un gran paso hacia la igualdad”
(1993:98).
Finalmente, algo que para las investigadoras resultó muy
significativo fue que la mayoría de las mujeres entrevistadas no
consideraba que su participación mereciera un estudio histórico, aunque
todas señalaban que el 68 había cambiado profundamente sus vidas. Yo fui
una de las 60 entrevistadas y ese fue mi caso: juzgué mi participación
como insignificante al mismo tiempo que reconocí que el 68 cambió mi
vida. Hoy, 50 años después, puedo calibrar qué tan profunda y sostenida
fue esa transformación.
Este análisis se publicó el 7 de octubre de 2018 en la edición 2188 de la revista Proceso.
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