Hay, parcialmente, un nuevo gobierno; a pesar de haber estado unos
cuantos días en el poder, ya aparecieron los vicios en contra de los que
se ha luchado y respecto de los cuales la ciudadanía emitió un voto
reprobatorio el primero de julio pasado. Cuatro de ellos son graves;
uno, el de reformar la Constitución cada semana; otro, hablar de
“perdonar” a quienes pudieran haber incurrido en actos de corrupción;
tres, reformar las leyes, que se entiende que son generales y
abstractas, con fines particulares, y uno último: la incorporación de la
figura de los superdelegados como representantes del gobierno federal.
En lo relativo al “perdón” ofrecido se pueden decir muchas cosas. Aquí se alude a las más importantes.
El término perdón está referido, en su acepción más común, a la
dispensa de un pecado o una falta contra los principios de un credo
religioso. Presupone el arrepentimiento y la voluntad de no volver a
incurrir en la falta. En las relaciones familiares se habla también de
perdón. Los padres dispensan un castigo ante la promesa de no volver a
incurrir en una falta. El perdón presupone una relación de superior a
inferior. Es en esas circunstancias en que se da y se acepta.
En derecho, sobre todo en materia penal, cuando se trata de la
dispensa de una pena, lo técnicamente apropiado es hablar de indulto. En
el derecho constitucional mexicano hacerlo es una facultad que se ha
confiado al presidente de la República y a los gobernadores de los
estados. Hay dos clases de indulto: el necesario y el gracioso.
Ambos proceden cuando el condenado por sentencia firme se halla a
disposición de la autoridad ejecutiva para compurgar la pena impuesta.
No procede concederlo durante la secuela del procedimiento; hacerlo
implicaría interferir en la función jurisdiccional. Existen otras vías
para no continuar un proceso penal. En estos casos la ley confiere la
responsabilidad de operarlas al Ministerio Público.
Que con anticipación se ofrezca “perdonar” actos de corrupción denota
exceso, ignorancia o soberbia. Las tres son criticables y más en un
gobernante.
Cuando se ofrece perdón en las circunstancias en que se ha hecho, implica:
–Que el fiscal general de la nación o el fiscal anticorrupción no
serán autónomos y que en el ejercicio de sus funciones estarán sujetos a
la voluntad del presidente de la República. Esto es peligroso; lo es
por cualquier lado que se le vea. No es una buena señal.
–Que alguien que no tiene derecho a hacerlo impida al Ministerio
Público el ejercicio de su obligación de defender el patrimonio de la
nación y lo prive de la posibilidad de investigar y perseguir a quienes
han dispuesto indebidamente de los bienes públicos es un atentado contra
la justicia; mucho más grave lo es si se toma en cuenta que por virtud
del supuesto “perdón” se priva a la nación y a los mexicanos de la
posibilidad de recuperar bienes que les pertenecen.
–Y que los jueces, en el ejercicio de su función jurisdiccional,
estarán impedidos de actuar libremente. “Que sí habrá palomas mensajeras
y halcones amenazantes”.
Afirmar lo anterior no implica negar a los ejecutivos de la Unión y
de las entidades la posibilidad de indultar. Una política criminal sana
aconseja que, de vez en cuando, por razones de Estado, se decline el
ejercicio de la función de castigar; en estos casos se hace a
posteriori. Prometer un “perdón” por anticipado es invitar a delinquir.
Los corruptos, si los hay, no deberían estar muy confiados, pues,
como dice Maquiavelo: A un príncipe nunca le faltarán razones para no
cumplir su palabra.
Otro tema a considerar es el de los llamados superdelegados. Su
existencia se prevé en las reformas que se propone hacer a la Ley
Orgánica de la Administración Pública Federal. De aprobarse las
reformas, su creación distorsionará las relaciones que existen entre el
Poder Ejecutivo federal y los Poderes Ejecutivos de los estados; su
actuación vulnerará la autonomía de las entidades, y por las
atribuciones que pretende conferirles, se invadirá la competencia local.
De conformidad con los artículos 40 y 41 de la Constitución Política,
los estados en su conjunto fueron y son parte de un acuerdo al que se
denomina pacto federal. Este pacto se encuentra expresado en el texto
constitucional; no es dable a una de las partes modificar por sí sus
términos. La competente para hacerlo es la combinación de poderes a que
hace referencia el artículo 135 de la Carta Magna.
Con la figura de los superdelegados se modifican las relaciones entre
el Poder Ejecutivo federal y los Ejecutivos locales, se establece una
autoridad intermedia entre los poderes locales y los ayuntamientos y se
altera la organización pública federal en violación del artículo 90
constitucional.
La actuación de esos delegados atentaría contra la autonomía de las
entidades federativas, por cuanto a que, de aprobarse su existencia,
asumirían las funciones de un cuarto poder dentro de las entidades.
Y, finalmente, al confiar a esos delegados funciones relacionadas con
la beneficencia, se invadirá la competencia local, por cuanto a que
actuar en esa materia ha sido reservado a los estados de conformidad con
el artículo 124 constitucional.
Si la ley exige ser mexicano por nacimiento para ocupar un cargo
público, el intérprete de la norma debe buscar más cómo hacer operante
el imperativo que procurar allegarse argucias para no cumplir con el
requisito; y, en su caso, el legislador ha de aprobar reformas para que
no se desvirtúe lo mandado por los textos fundamentales y las normas
ordinarias. Las leyes, para serlo, deben ser generales y abstractas.
Dejan de serlo cuando se modifican al gusto de unos cuantos.
Los nuevos funcionarios, con su actuación, nos quieren convencer de que es virtud lo que es un vicio.
Existe una pequeña diferencia entre lo que es un estado de derecho
auténtico y otro que no lo es: en el primero existe, como virtud, buscar
cumplir la ley y, como vicio, eludirla; en la segunda clase, es un
vicio cumplir la ley, y una virtud el buscar cómo no cumplirla. No
convirtamos en vicio lo que debe ser virtud.
Pericles, en su famosa oración fúnebre, termina aconsejando a las
viudas por la guerra del Peloponeso que fueran por la vida de tal manera
que se hablara de ellas lo menos posible. Los nuevos titulares del
poder están haciendo lo contrario: van por el mundo provocando que se
hable de ellos lo más posible. Sólo a ellos se les ocurre pretender
modificar la ley para permitir a alguien nacido en el extranjero que
ocupe un cargo público, sin tomar en consideración la ratio legis que
subyace en los artículos 31, 32 y 35 de la Constitución.
* Doctor en derecho constitucional, experto en Maquiavelo y escritor.
Su libro más reciente es Tragedia y poder: Crónica de Edipo, publicado
por Ediciones Proceso.
Este análisis se publicó el 25 de noviembre de 2018 en la edición 2195 de la revista Proceso.
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