Hay una desproporcionalidad en la acción abusiva al confrontar
exigencias básicas de justicia o equidad. El abuso del derecho es
sancionado por los órdenes jurídicos democráticos y por los pueblos con
conciencia política.
En el fondo, el mecanismo psicológico que subyace al abuso, es el
trastocamiento de los fines propios de tales cosas, tratos o facultades;
fines definidos por la naturaleza de esas cosas. El abusador le asigna
propósitos ajenos a su destino.
Por ejemplo, la propiedad sobreabundante de cosas superfluas, no
justifica que su dueño las utilice solamente en su beneficio: pesan
sobre ellas “hipotecas sociales”, es decir, deberes de solidaridad para
con los que tienen hambre. El usarlas egoístamente -para saciar su
voracidad o su vanidad- es un abuso, a la luz de una cosmovisión
humanista, tan cara al personalismo.
La facultad de un policía de velar por la seguridad pública, no le
autoriza a extralimitarse en el uso de la fuerza para satisfacer
caprichos o eficacias inhumanas. La tortura, la ejecución extrajudicial,
la detención arbitraria de una persona, le están rotundamente
prohibidas. El fin de dicha facultad es servir al bien de la comunidad,
es defender la seguridad pública a través de medios proporcionados y
lícitos, connaturales a tal tipo de seguridad.
La facultad de perseguir los delitos, ha sido asignada
constitucionalmente a los ministerios públicos cuyas características y
estructuras obedecen a la naturaleza específica de la tarea a
desempeñar, de su función esencial de procuración de justicia, muy
diferente a la del juez, a la del ejecutivo, a la del militar.
El patrón en las relaciones de trabajo debe tratar al empleado como
ser humano que es, no como cosa manipulable que no es. El empleado es
persona y como tal, nunca puede ser usada como medio (Kant). El mayor
poder económico o social del patrón, no legitima de manera alguna el mal
trato a su trabajador; el hacerlo, representa un abuso condenable, tal
como el “outsourcing” que priva al trabajador de derechos laborales
esenciales para su porvenir personal y familiar.
El legislador por otro lado, tiene la facultad de dictar leyes que
redunden en el bien común de un país. Esa capacidad está, por ende,
limitada por los bienes y valores básicos de la “multitud reunida”,
elevados a normas, a designios, a decisiones y principios inviolables
por ser fundamentales para la conservación de los derechos ciudadanos y
de la identidad nacional misma. Decisiones reconocidas en una
constitución democrática, secundada por el tiempo, la cultura y la
historia.
Constitución democrática al servicio de cada uno de los ciudadanos
libres, conscientes, cuya congregación hace la patria, la nación; nunca
al de una mayoría numérica que abuse de las reglas formales de la
democracia para propósitos con evidentes tintes de corte autoritario
-por más que se les quiera disfrazar con retórica barata-, que tocan las
puertas de las autocracias modernas.
El legislador no puede impunemente usar esa su facultad en contra de
tales designios fundamentales, como bien lo señalara en su momento, un
sabio y honorable jurista, Ramón Sánchez Medal, inolvidable maestro de
la Escuela Libre de Derecho. “Nada es más condenable en el ámbito de la
democracia -ha dicho con certeza otro jurista- que abusar de sus reglas
formales para violentar el principio fundamental que la inspira”.
El abuso de las facultades de las mayorías parlamentarias convertidas
en meros y vanos espectáculos, reproductores dóciles de consignas, es
un abuso del derecho al “pasar por encima de los principios que inspiran
una ley para conseguir una finalidad no amparada por la norma de la que
se abusa”.
La Constitución mexicana es meridianamente clara y lo ha sido, en
torno al papel del ejército en tiempos de paz, por un lado, y al de las
policías por otro. De un día a otro no se puede violentar tal designio
constitucional, fundamental, diseñado para proteger la estructura
democrática del país y las libertades del ciudadano mexicano.
Tal hecho es un atentado a los derechos básicos consagrados en la
carta magna. Lo que procede es dar cumplimiento cabal a los
ordenamientos constitucionales referentes a tales rubros. Al respecto,
leí hace unos días algo lamentable: que, en un país asiático riquísimo,
se utiliza su ejército para fines de seguridad pública: sí pero tal país
tiene un régimen dictatorial; que poco afecto por la libertad en aras
de la felicidad propia de la “ciudad de los puercos”, mencionada por el
genio de Platón, hace miles de años.
El hecho escueto de que ya se ha vulnerado tal designio en la
práctica, no autoriza a nadie -ni al constituyente permanente- a
“legitimar” tal situación mediante reformas normativas que significan un
abuso de las reglas democráticas. Del hecho descarnado nunca nace el
derecho, y menos de un hecho que trastoca tales designios
constitucionales.
Lo mismo se puede aplicar al tema de los superdelegados que se
entrometen en el ámbito estatal, en burda y flagrante violación del
sistema federal republicano, a pesar de todos los eufemismos utilizados
por los nuevos acólitos del centralismo.
El hecho de que los Estados autónomos hayan sido en la práctica,
dominados por el centro, no legitima el que se “legalice” tal anomalía.
Lo que se debe hacer es respetar tal autonomía, es decir, cumplir con el
mandato constitucional.
Ojalá que haya una rectificación con motivo de tanto rechazo por
parte de personas honorables, de organizaciones de derechos humanos,
nacionales e internacionales a la propuesta sobre seguridad y Guardia
Nacional.
¿Qué se debe hacer si no hay dicha rectificación? Max Weber en otros
tiempos de amenazas a la libertad, contestó así a tal cuestión, según
versión de K. Jaspers: desde ese momento, “el problema dejará de tener
interés para mí”, pues marcará el fin de la política, existiendo cosas
más importantes para la dignidad humana que el Estado. La verdadera
política nunca se funda en la pura fuerza. La genuina, se basa siempre
en el derecho justo y en un mínimo de generosidad.
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