Las respuestas se daban en la imagen del desaliño clasemediero que
declaraba: hay pobres pero gran fuerza de trabajo; los estudiantes
califican por debajo de otros países pero hay mexicanos premios Nobel;
perdemos en penales pero somos campeones olímpicos; construimos una de
las ciudades más grandes del mundo sobre el agua. Entonces, decía el
actor, “sí se puede”.
Un segundo espot, presentaba a practicantes de parkour,
acróbatas que superaban cualquier obstáculo urbano en traje impecable,
como representación de una clase gobernante que llegaba para “Mover a
México”.
Notable la renuncia al enredo conceptual, sin asideros en teoría del
Estado, sin referentes históricos, consabida ignorancia desde el enredo
en Guadalajara sobre tres libros imposibles de citar. Y, sin embargo, ya
en el discurso, reeditaba la jerigonza de legitimación, daba formalidad
a la vida pública en traje impecable y rebosante nudo Windsor de la
festiva corbata roja (verde si jugaba la Selección), retorno de la
demagogia caída en desuso durante los gobiernos panistas caracterizados
por su chabacanería. Era el discurso presidencial que retomaba el buen
decir, pero no por amplio dominio de la palabra y sí por efecto de la
lectura en pantalla disimulada: la retórica de telepromter.
Y estaban sus actos, parafernalia inspirada en los sets de
televisión, escenario de potentados y antiguos emisarios del
autoritarismo hegemónico capaces de fundirse –como siempre, inclusive
hoy—en sus formas, maneras, lenguajes, gestos, tonos. Renacían los
vocablos, palabras del pasado transmutadas en invocaciones del futuro:
institucionalidad, unidad nacional, principios revolucionarios,
democracia, justicia social.
Ellos y la farándula de cuerpos y rostros cultivados. Efigies de la
frivolidad, voces que se acumulaban por imposición cultural en las
horas, tristes, felices u orgiásticas de millones, con su técnica
actoral de apuntadores y diálogos insustanciales. Político y farándula,
dos mundos de vieja proximidad que finalmente sellaban, por la vía
nupcial, su alianza.
Su frivolidad fue su perdición en la percepción pública que nunca
como en la mayor parte del sexenio registró menos del 20% de aprobación:
presumir la mansión en una revista del corazón dio origen al reportaje
que marcó al presidente y su esposa, “La casa blanca de Peña Nieto”,
como también a la onerosa remodelación, opaca por cierto, de la
residencia oficial. Pero la familia, hasta el último momento, mantuvo
como afición constante su aparición en portadas para el lucimiento,
ofensivo por lo opulento en un país de mayoría pobre, degradante para
las protagonistas, inconscientes quizás, de su papel deplorable.
Cada respuesta a las crisis se daba desde el Estado de México,
reducto de clientelismo exfoliador de la pobreza, nada más para el
autoengaño: protestaba el magisterio y el gobierno llenaba el Zócalo con
acarreados del Estado de México; dio respuesta a Ayotzinapa, en el
Estado de México, donde también respondió por la casa blanca, a la
descalificación de los organismos internacionales, a Nochixtlán, a las
críticas por invitar a Donald Trump… En la bancarrota política y moral,
Peña Nieto procuraba aplausos comprados para el consuelo, fallido
intento de manipulación, como en televisión hay risas grabadas.
Enrique Peña Nieto, por fin se va. Tanto que hizo por las
apariencias, y sólo para acabar en las sombras, borrado de la escena
pública, con espots de anodina justificación, agradecido por una promesa
de perdón, condenado a la irrelevancia y al desprecio que,
paradójicamente consiguió en parte, por la fallida construcción de culto
a la personalidad.
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