No hay un solo día conmemorativo capaz de reflejar tanta injusticia.
El Día Internacional de la eliminación de la violencia contra la
mujer, celebrado el 25 de noviembre a nivel mundial, es una más de esas
fechas conmemorativas creadas con el objetivo de llamar la atención
sobre uno de los rasgos más crueles de la cultura patriarcal impuesta
por las sociedades a lo largo de la historia. La violencia en contra de
las mujeres de toda edad y condición está instalada en las relaciones
humanas y sociales como una forma de vida. A veces sutil y otras brutal,
este rasgo de las relaciones de poder representa uno de los frenos más
poderosos contra la instauración de la igualdad entre sexos, pero
también contra sistemas auténticamente democráticos.
En sociedades como las nuestras –países cuyos rasgos culturales están
definidos por la colonización cristiana- la vida de las mujeres vale
menos que la de los hombres, de acuerdo con valores establecidos por la
sociedad y legitimados a través de las políticas institucionales que las
marginan de manera sistemática. Y dentro de este gran segmento, la de
las niñas es simplemente irrelevante.
Así se deduce en estadísticas de escolaridad, sobre todo cuando se
refieren a la permanencia en los establecimientos educativos a partir
del segundo ciclo escolar. Es allí donde se produce una de las grandes
migraciones de niñas hacia trabajos domésticos y otra clase de labores
no calificadas impuestas por los adultos, las cuales les impiden
continuar sus estudios y construir a partir de esa oportunidad de
crecimiento una vida más productiva e independiente.
Esto coloca a las niñas y adolescentes en una situación de peligro y
les impide disfrutar plenamente de sus derechos. Esa situación de
esclavitud las expone de manera casi absoluta a decisiones sobre las
cuales no tienen control. Este cuadro refleja la vida de miles de niñas
en algunos de nuestros países. También incide en embarazos en niñas y
adolescentes cuyos indicadores revelan una peligrosa falta de políticas
públicas destinadas a protegerlas y proporcionarles una asistencia
integral que garantice su seguridad física y mental.
La violencia contra las mujeres, espeluznante como es con casos
extremos de asesinatos, violaciones y marginación, en las niñas tiene el
agravante de una indefensión prácticamente total que las coloca a
merced de quienes las rodean –familiares o extraños- con una cauda
elevada de abuso sexual, agresión física y psicológica y privación de
sus derechos elementales, como educación, salud, recreación y
alimentación, todo lo cual depende más de la voluntad de quienes tienen
su custodia que de sistemas estatales e institucionales dirigidos a
garantizar sus derechos.
Un parto en niñas de entre 10 y 14 años es, de acuerdo con la
legislación vigente en algunos países, producto de una violación, no
importa si la menor hubiera consentido el contacto sexual o no. La ley
los tipifica de ese modo, pero eso es la letra y otra cosa es la
realidad. Son miles las niñas y niños violados sexualmente por personas
cercanas, desde su más tierna edad. Y los casos jamás llegan a las
cortes de justicia por falta de denuncia en la mayoría de ellos. Cuando
se produce el embarazo en una niña y la ley no permite su interrupción
oportuna, se la condena de por vida a una vida de privaciones y a un
peligro real de supervivencia.
Miles de niñas y adolescentes cuyo cuerpo apenas puede cargar con el
peso de su propia existencia dan a luz en condiciones miserables, en
medio de la indiferencia de las autoridades y el rechazo de su propia
familia; por eso el día internacional celebrado ayer lleva una especial
dedicatoria a este frágil segmento de la sociedad.
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