El 20 de julio de 2013, poco antes de las siete de la tarde, la lluvia
arreciaba sobre la Colonia Puebla, localidad de los Altos de Chiapas
perteneciente al municipio de Chenalhó. Esa tormenta pareció el
detonante de una violencia brutal.
Allí no emergía un
conflicto novedoso, sino que simplemente se empezaba a escribir otro
capítulo de una historia de décadas e incluso, dirían algunos, de
siglos.
Aquella tarde, unas cuarenta personas derribaron en
menos de media hora un edificio, un templo a medio construir, en el que
muchos habían puesto sus ilusiones y sus mejores esfuerzos. Entre los
agresores, algunos paramilitares que ya estuvieron implicados en otros
hitos de la guerra sucia en Chiapas, especialmente en la Masacre de
Acteal, donde asesinaron a 45 personas sin que el Estado Mexicano ni la
Comunidad Internacional hayan hecho grandes esfuerzos por condenar a
los culpables.
El 1 de enero de 1994 surgía una voz en
Chiapas, una voz que había tomado las armas para reclamar dignidad. El
Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) tomó siete cabeceras
municipales del Estado, incluyendo San Cristóbal de las Casas, y lanzó
un grito de desesperación al mundo. Pocos días después, un cocktail de
desinterés por el poder político tradicional y quizás la conciencia de
la incapacidad de mantenerlo por mucho tiempo, empujó al EZLN a la
retirada.
El objetivo realista, conseguir visibilidad, había
sido alcanzado con considerable éxito. Además, salvo en algún
enfrentamiento más encarnizado, prácticamente no hubo bajas ni en el
bando rebelde ni en el ejército. Pronto surgieron simpatizantes del
movimiento, tanto en México como en el resto del mundo. También
surgieron tergiversadores y “simplificadores” de la verdad. Para muchos
periodistas, la noticia era sencilla: un grupo radical se levantaba
contra la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de
Norteamérica (NAFTA, por sus siglas en inglés), entre los Estados
Unidos de Norteamérica, los Estados Unidos Mexicanos (que también se
llaman “estados unidos”, aunque esa denominación y a veces incluso la
de “América” parezca monopolio de su vecino del Norte) y Canadá.
El EZLN se levantaba contra NAFTA, pero no sólo. Esa nueva modernidad
que el PRI, de Salinas de Gortari y sus secuaces, vendía a México era
una obscenidad en sí misma. Viajen por la República, salgan de los
hoteles de lujo y los complejos turísticos disneylandescos. Quizás, si
toman ciertas precauciones derivadas de tener dos dedos de frente, no
sea tan peligroso como les cuentan y encontrarán el verdadero país que
no ven en sus vacaciones. Entonces, pregúntense: ¿es razonable que este
país forme parte de la OCDE, supuestamente formada por los países
desarrollados del mundo?¿puede haber desarrollo en un país con una
pobreza tan atroz, un país militarizado donde la mayor parte de los
ciudadanos no pueden acceder a unos servicios mínimos de educación o
sanidad, donde viven dos de las tres personas más ricas del mundo y a
la vez hay estados con un Índice de Desarrollo Humano (IDH) al nivel de
Gambia, donde una parte significativa de la población sigue sin existir
para el Estado, donde la partitocracia apesta hasta niveles casi
inauditos?
En fin, este bombardeo de modernidad es lo de
siempre contado de otra forma. Así es México. Sólo de esa forma se
entiende que en México triunfase la primera revolución social del s.XX
y que no pasase nada (bueno, salvo a sus impulsores que, después de un
tiempo y ya fuera de la primera escena pública, fueron convenientemente
ajusticiados); allí siguieron los latifundios delimitados por
meridianos y paralelos. También eso explica esa independencia de
hojalata, aquélla tan usual en Latinoamérica, que perpetuó y legitimó
en el poder a las familias que ya venían detentándolo desde los
virreinatos (le pueden preguntar a Evo Morales, primer presidente
indígena en doscientos años de historia de su país, donde la población
blanca es menor al 2% del total).
El EZLN se levantaba contra
quinientos años de opresión. Me atrevería a decir que esa historia de
desigualdad extrema y violencia había empezado incluso antes, pues sólo
se explica la “conquista express” de los castellanos a principios del
s.XVI por el apoyo de totonacas, tlaxcaltecas y otros pueblos que
habían sido víctimas del genocidio mexica. Pero… ¿para qué tratar de
conocer la verdad cuando tenemos poder para crearla? Es más rentable
idealizar el pasado más remoto, que a su vez es el más inofensivo,
construir una identidad falsa fundamentada en el mismo y satanizar al
enemigo exterior (que en realidad nunca salió del país ni abandonó el
poder). La visión triunfalista de la Historia, que es la oficial y
generalmente aceptada, la que se escribe en los libros que financian
los gobiernos, perpetúa el statu quo. Sólo así se explica que las
mismas familias blancas de siempre sigan monopolizando el poder
político, económico y militar, y que se sientan con legitimidad para
hablar de la conquista y posterior dominio colonial como algo que
sufrieron sus antepasados.
En fin, el levantamiento del EZLN
fue un grito de hartazgo desbordado. Entre las respuestas inmediatas
del Estado Mexicano pronto apareció la paramilitarización. No era nada
nuevo en Chiapas, donde ya existían grupos que defendían los intereses
de los terratenientes frente a la marea histórica de la necesidad y la
justicia. Bastó con fortalecer los grupos que ya operaban y activar
otros. Se estableció un sistema de incentivos que animaba a defender
los intereses del Estado, o más correctamente los del Gobierno de
Ernesto Zedillo (que por cierto llegó a su puesto gracias al asesinato
del candidato Colosio y fue el último presidente de la dinastía PRI…
hasta el actual).
Los incentivos iban desde la siempre bien
publicitable ayuda social (en forma de viviendas, suelos pavimentados,
implementos agrarios, conducciones de agua…) exclusiva para los grupos
que se enfrentasen militarmente a los zapatistas, hasta la más
vergonzante concesión de taifas donde el poder paramilitar era
indiscutible y, cuando no protegido, tolerado por el Estado. Todo quedó
complementado por el reparto de armas y el entrenamiento militar.
Pronto, estos grupos dominaban amplias zonas del Estado de Chiapas,
ordenaban e impartían (in)justicia, y desarrollaban las misiones que
avergonzaban al aparato del Estado. Pronto también, las comunidades
indígenas en resistencia, aquéllas que no reconocían la autoridad de
aquel Gobierno y optaban por la autogestión, supieron que, si pasaban
carros de combate por entre sus casas o alguna avioneta militar en
vuelo rasante, los paramilitares no tardarían mucho en llegar y sabrían
muy bien qué edificios quemar para hacer su vida imposible (en
especial, los graneros).
Y, mientras militarizaban la zona,
acudían a negociaciones de paz. Es más, en 1996 el Gobierno firmó con
el EZLN los Acuerdos de Paz de San Andrés Larráinzar. Esa firma no
valió nada porque la única paz que querían para los zapatistas era la
de las fosas donde los echarían los paramilitares. Ese “estado
democrático” que había sido dirigido por el mismo partido durante
setenta años todavía guardaba triquiñuelas varias para no dar validez a
la negociación (bastó con forzar la no convalidación del acuerdo en la
Cámara de Diputados).
A partir de entonces, los zapatistas se
dedicaron a poner en práctica los Acuerdos de Paz y disfrutar del apoyo
de buena parte de la sociedad civil nacional e internacional, y el
Gobierno empezó la venganza en forma de guerra sucia. Un ejemplo de
este modus operandi fue el caso de la violencia en los Altos de
Chiapas, que tuvo su culmen en la Masacre de Acteal.
Cuando
los grupos paramilitares fueron consolidando su posición en las
comunidades, los incentivos para enfrentarse a los zapatistas dejaron
de ser tan amables como disfrutar una casa nueva o detentar poder.
Pronto, estos grupos pusieron al resto de ciudadanos de las comunidades
ante la disyuntiva de tomar las armas o pasar por ellas. Y sí, sin
ánimo de justificar a nadie, hubo personas que tuvieron que coger el
fusil para sobrevivir. También hubo personas que decidieron que ése era
el momento de unirse a los zapatistas o que, aún de forma más
arriesgada, decidieron que no se iban a posicionar a favor ni de unos
ni de otros. En los Altos había un grupo de familias a las que unía,
entre otros atributos, un fuerte anhelo de paz. Siguiendo su pacifismo
decidieron que era mejor abandonar esas comunidades, donde los
paramilitares los empezaban a hostigar con demasiada intensidad, y
refugiarse en otros lugares donde fueran mejor bienvenidos. Y así
marcharon hacia Acteal, donde llegaron en una situación de extrema
necesidad (en este sentido, recomiendo el reportaje de Hermann
Bellinghausen, que llegó a Acteal pocos días antes de la matanza y pudo
grabar entre barro y miseria los rostros de muchos de los que serían
asesinados).
Por desgracia, los paramilitares les habían
tomado la matrícula. El 22 de diciembre de 1997, un nutrido y bien
armado grupo de paramilitares, cuyas armas habían sido bendecidas por
un pastor presbiteriano llamado Agustín Cruz Gómez, se presentaron en
la comunidad de Acteal, donde las Abejas, especialmente las mujeres y
los niños, vivían su tercer día de ayuno por la paz. Dispararon durante
horas, como si exterminaran una plaga que había aparecido en su casa.
Los impactos de bala siguen “adornando” la iglesia-escuela donde fueron
asesinadas la mayor parte de las víctimas. Puede que sólo sea
sugestión, pero también puede que sea uno de los lugares más tristes
del mundo. La tristeza se convierte en rabia al pensar que una de las
principales bases militares de Chiapas estaba a menos de 1 km de
distancia y que, pese al estruendo de las balas durante horas, nadie
fue a acabar con aquella barbarie. De hecho, esta matanza probablemente
nunca se hubiera hecho pública de no ser por que la noticia llegó al
Obispado de San Cristóbal de las Casas y desde allí varias personas
fueron rápidamente a documentar los hechos. El Obispo Samuel Ruiz,
exponente de la Teología de la Liberación, experto en levantar ampollas
en el resto de la jerarquía eclesiástica, fundador del Centro de
Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas (Frayba), mediador en las
negociaciones de paz, nominado al Premio Nobel de la Paz (puede que ese
año lo ganase otro con más méritos, como Henry Kissinger o Yassir
Arafat), Tatic (Padre) para muchos indígenas, el Comandante Sam para
los antizapatistas, se encargaría de que el mundo conociese aquella
masacre. Y el mundo la conoció. Hubo juicio con el correspondiente
impacto mediático y, aunque muchos de los culpables nunca fueron ni
siquiera procesados, algunos sí que acabaron en la cárcel.
Pasaron los años. Pese a que la tensión nunca desaparecía totalmente,
los familiares y supervivientes de la masacre volvieron a sus
comunidades, donde intentaban perdonar a sus vecinos, en algunos casos
familiares, incluso justificando que se hubieran visto obligados a la
barbarie para sobrevivir.
No obstante, de la misma forma que
Zapata y Villa estaban condenados a muerte en cuanto salieran de la
primera plana, la desaparición de la matanza en los medios de
comunicación devolvió el poder a quienes lo habían tenido siempre. Así,
quedaba otra carta en la manga del democrático estado mexicano: los
defectos en el proceso; comenzaron las liberaciones (y, de hecho, ya
sólo quedan seis culpables en la cárcel).
Una vez más las
Abejas tuvieron que salir de sus comunidades, esta vez para advertir de
las posibles consecuencias de la liberación de sus verdugos, que,
además de quedar prácticamente impunes (los condenados habían cumplido
penas máximas de ocho años por una matanza de 45 personas), se
sentirían indestructibles y pronto querrían volver a imponer su ley en
sus comunidades de origen.
Y de esta forma, la Colonia
Puebla, gobernada por el comisariado ejidal Agustín Cruz Gómez (¿les
suena este nombre?), pastor presbiteriano, pronto se vio repoblada por
aquellos paramilitares que, lejos de escarmiento, habían recibido
respaldo en su brutalidad. Buena parte de los miembros de la asamblea
ejidal derrocharon aplausos para recibir a los combatientes
recuperados, en especial a Jacinto Arias Cruz, asesino condenado,
ex-presidente municipal de Chenalhó y natural de la localidad. Las
familias Abejas, el par de familias zapatistas y las familias sin
alineamiento político que habitaban la comunidad, empezaron a temblar.
Todo hacía prever que el hostigamiento se iba a volver a intensificar.
Y volvemos al principio de esta exposición…
El 20 de julio de
2013, poco antes de las 7 de la tarde, cuarenta personas entraron en el
predio donde los católicos del poblado estaban reconstruyendo su
iglesia. Cuarenta años antes, cuando todos en la Colonia Puebla eran
católicos, habían erigido en uno de los mejores terrenos del poblado un
templo para todos, que se había ido deteriorando hasta resultar
inhabitable.
En apenas media hora, desatando una violencia
brutal, mostrando una coordinación propia de un comando militar,
derribaron el edificio (de 20 metros de largo, por 10 de ancho, por
aproximadamente 2,5 ó 3 de altura) e inutilizaron todos los implementos
y materiales de construcción. Derribaron el edificio, pero también las
esperanzas de hombres, mujeres y niños, que habían cargado bloques de
hormigón durante días para volver a levantar su lugar de culto, que
también era su lugar de reunión y manifestación de su identidad. Los
agresores golpearon a una señora mayor que se encontraba en la finca y
preguntaron por el representante de la comunidad y uno de los
catequistas: “¿dónde están el Macario y el Francisco? Que vengan, que
los vamos a matar”.
Jacinto Arias Cruz, que pocos meses antes
había sido aclamado a su vuelta al pueblo, no acudió al derribo del
templo. No obstante, sí enardeció antes los ánimos de los que iban a
ser ejecutores y, ya con el trabajo completado, los recibió en la
escuela. Su pregunta entonces, muy sutil: “¿Habéis matado ya al Macario
y al Francisco?”
Macario y Francisco huyeron de madrugada,
esquivando las guardias que habían organizado los paramilitares en las
veredas, como ya hicieron hace quince años en Acteal, para que nadie
entrara ni saliera del pueblo. Nunca han podido volver a sus casas.
El enfrentamiento no entraba en sus planes. Desde las siete de la tarde
hasta las cinco de la mañana, cuando los paramilitares acechaban la
finca de la iglesia y amenazaban con volver a terminar el trabajo
empezado, estaban tranquilos. Decían: “no pasa nada, hemos hablado con
la gente de la parroquia en Chenalhó y vamos a hacer una oración
común”. Ser pacifista en las circunstancias de la mayoría de la gente
que lea esto es relativamente fácil; ser pacifista en un lugar donde te
hostigan día a día, donde tus enemigos tienen armas que utilizan con
total impunidad y donde han matado a buena parte de tu familia, es
admirable. Discutible, pero admirable.
Dos días después, dos
chicos zapatistas que abrieron camino y ayudaron a huir a Macario, a
Francisco y al observador internacional de Derechos Humanos que debía
reportar tanta atrocidad, fueron sacados de sus casas a golpes. Les
ataron en la plaza del pueblo, como en la Edad Media. Allí les acompañó
otro hombre perteneciente a la comunidad bautista, que había
cuestionado la barbarie en voz demasiado alta. Atados a las canastas de
la cancha de baloncesto, delante de quien lo quisiera ver, les
golpearon ferozmente. Luego, les llevaron a la cárcel a la ciudad,
donde permanecieron nueve días acusados de haber envenenado el agua del
poblado. Allí parece que también siguieron siendo tratados con
brutalidad, pero afortunadamente acabaron siendo liberados.
Los paramilitares siguieron actuando contra quienes acudían a la zona a
ayudar al grupo hostigado, no dejándoles entrar en el poblado o, lo que
es aún más aterrador, no dejándoles salir. El sacerdote de Chenalhó
también fue golpeado y atado en la canastas de la escuela, donde le
amenazaron con echarle gasolina encima y quemarle vivo.
Y
así, como era previsible, las familias hostigadas (católicas y también
bautistas) comenzaron a abandonar la Colonia, como en 1997. Ahora, como
entonces, refugiados, están en una situación de extrema necesidad e
indefensión. No se trata de un conflicto religioso, ni de un problema
de vecindad, ni debe importarnos demasiado quién tiene razón en
reclamar la propiedad del terreno de la iglesia. Se trata de una
batalla desigual, cruel y que tiene precedentes muy graves. Esperamos
que esta reflexión haya servido para amplificar una alarma humanitaria
casi silenciosa.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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