David Brooks
Nos
acaban de informar que todos los que usamos teléfonos y cualquiera de
los principales servicios de comunicación cibernética –o sea, casi todo
correo electrónico, chat, videochat, video, llamada por
Internet, documento– está potencialmente expuesto a ser espiado por los
servicios de inteligencia de Estados Unidos, particularmente si las
comunicaciones son internacionales.
Nos acaban de informar que los encargados de supervisar estos
programas en nombre del pueblo no estaban enterados de gran parte de
este masivo aparato de vigilancia. Nos acaban de informar los
gobernantes que nadie se tiene que preocupar, porque se puede confiar
en que ellos hacen
lo correcto.
Nos acaban de informar que los derechos a la privacidad y a la libre
expresión garantizados por la Constitución y las leyes federales tienen
que ser parcialmente anulados para poder defenderlos de los enemigos,
aquellos que odian las libertades y los derechos que se tienen aquí.
Y eso que apenas nos estamos enterando de todo esto y nadie sabe qué
más hay, ya que el gobierno tiene que guardar secreto en defensa de la
libertad, dicen. Hasta las reglas de cómo se hace todo esto dentro de
la legalidad y con pleno respeto a los derechos de los ciudadanos –lo
cual aseguran el gobierno de Barack Obama y la cúpula legislativa de
ambos partidos– son secretas.
El valiente comentarista Glenn Greenwald, de The Guardian, quien
con otros colegas ha divulgado las filtraciones de Edward Snowden, el
ex contratista de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) que reveló los
masivos programas secretos de vigilancia –algo que Daniel Ellsberg,
quien filtró los célebres Papeles del Pentágono hace 40 años, consideró la
filtración más importante en la historia estadunidense–, advirtió este fin de semana que hay mucho más y que el material publicado hasta ahora sólo es
la punta del iceberg.
Las justificaciones de todo esto son las mismas desde el 11 de
septiembre de 2001, aunque lo más notable ahora es que un presidente
demócrata y un amplio número de legisladores demócratas que antes
fueron críticos feroces de esta
intrusióna la privacidad, cuando George W. Bush era presidente, ahora la defienden con la misma retórica de
protegeral país del
terrorismo.
El legendario periodista I.F. Stone aconsejaba a todo periodista que cubría política:
si quieres saber sobre gobiernos, todo lo que tienes que saber son tres palabras: los gobiernos mienten.
Aquí, en este caso, los gobiernos, al ser revelados en sus engaños,
justifican el no decir la verdad como algo necesario para defender la
libertad, la transparencia y la democracia, ante la amenaza del siempre
presente
enemigo. La semana pasada, por ejemplo, el director de Inteligencia Nacional, James Clapper, admitió que en una respuesta evasiva a una pregunta directa de un senador sobre si se espiaban las comunicaciones de millones de estadunidenses, por la delicadeza del tema, ofreció la
respuesta menos no verídica posible.
La opinión pública no está muy sorprendida, y las encuestas muestran
reacciones mixtas; algunas revelan que la mayoría están dispuestos a
ceder sus libertades a cambio de la seguridad pública y nacional,
aunque otros dudan que esto sea necesario. Una encuesta de la revista Time en estos días mostró que 54 por ciento de estadunidenses opinan que Edward Snowden hizo
algo bueno, por 30 por ciento que opina lo opuesto. Para confundir las cosas, en la misma encuesta, 53 por ciento dicen que debería ser procesado legalmente por la filtración, mientras 28 por ciento dicen que no (aunque 43 por ciento contra 41 por ciento de los jóvenes entre 18 a 34 años consideran que no debería ser penalizado). Hay un empate estadístico sobre los que aprueban los programas de vigilancia y los que no.
La más
afectada es la credibilidad de la clase política. Pero ya poco queda de
ella. En un sondeo de Gallup, la semana pasada, el Congreso estableció
un récord histórico con el índice de confiabilidad más bajo: sólo 10
por ciento de estadunidenses confían en sus diputados y senadores, y
hoy es la institución estadunidense menos popular en la historia del
país. Es inferior al nivel de confianza del gran empresariado (22 por
ciento), bancos (26 por ciento), periódicos y noticieros de televisión
(23 por ciento) y sindicatos (20 por ciento), entre otros. Los que
tienen más alto índice de confiabilidad son los militares, con 76 por
ciento.
El debate que todo esto ha desatado sin duda es saludable, al
demostrarse la falta de transparencia y de rendición de cuentas de un
gobierno secreto cada vez más grande y poderoso. Ellsberg escribió en The Guardian
la semana pasada: “decir que hay supervisión judicial es tan absurdo
como hablar de la supuesta supervisión de los comités de inteligencia
en el Congreso. No por primera vez –como con los temas de tortura,
secuestro, detención, asesinato por drones y escuadrones de muerte– han demostrado que están completamente cooptados por las agencias a las que supuestamente vigilan”.
Ex altos funcionarios y agentes veteranos de inteligencia han dicho
lo mismo en días recientes. En tanto, algunos comentaristas destacan la
continuidad de las políticas de Bush en estos rubros, que fueron tan
denunciadas.
Ante todo esto, el debate continúa tanto en Estados Unidos como en
otros países. Gobiernos europeos y agrupaciones civiles y políticas
asiáticas han pedido aclaraciones al gobierno estadunidense sobre el
alcance y la legalidad de su proclamado derecho de escuchar y espiar a
cualquiera en el planeta. Sin embargo, por ahora no hay mucha reacción
en México o el resto de América Latina, donde todos tendrían que
suponer que sus comunicaciones privadas cibernéticas son sujetas a la
vigilancia secreta de Washington. ¿Tiene Estados Unidos ese derecho?
¿Tiene permiso, o incluso cooperación de otros gobiernos? ¿Los
ciudadanos están enterados?
Si esto no es suficiente como para provocar un cambio y recordar que el demos
es el que finalmente tiene que vigilar a su gobierno para que éste
pueda llamarse democrático, todo lo revelado quedara sólo como la letra
de un blues orwelliano.
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