Bernardo Barranco V.
Hay
una epidemia de doble moral político-religiosa que está contagiando la
clase política mexicana. Gobernadores que entregan sus estados al
Sagrado Corazón de Jesús, diferentes alcaldes que entregan
apasionadamente las llaves de su ciudad a Cristo en actos masivos
pletóricos de derroche religioso. Dicha contaminación de fervor parece
más un grotesco carnaval que denota, en el mejor de los casos, la
incapacidad para ejercer eficazmente las funciones públicas de
funcionarios que se refugian en lo sagrado, como recurso de
gobernabilidad. En otros casos, son actos de posicionamiento y de
cálculo costo-beneficio político.
Dicho exhibicionismo religioso está cargado de hipocresías. Los
actores políticos que se desgarran las vestiduras invocando a Dios
están señalados por sus dudosas prácticas en el ejercicio de sus
funciones. Enriquecimiento inexplicable en el caso de Margarita
Arellano, de Monterrey ( Proceso, 1911); corrupción y
manipulación política en los casos de César Duarte, gobernador de
Chihuahua, y Javier Duarte, de Veracruz, entidades en pleno proceso
electoral. Actores corruptos que se dan golpes de pecho y ejercitan sin
empacho ni cargo de conciencia: una doble moral. En la tradición del
Nuevo Testamento, se les llama
fariseos, evocando a ese grupo judío tan poderoso como impuro que con simulaciones e hipocresías enfrentó, según los evangelios, la prédica de Jesús.
Los funcionarios en tanto individuos tienen la libertad de creer en
lo que quieran; la Constitución les garantiza su libertad religiosa.
Sin embargo, en tanto autoridad, dichos actores tienen restricciones
precisas. Sus desplantes religiosos violentan el carácter laico del
Estado mexicano. Lamentablemente, sectores de la clase política olvidan
que la legitimidad de los gobernantes y de la autoridad proviene de la
legitimidad de la ciudadanía que a través del voto les otorga un
mandato regido por preceptos constitucionales. La legitimidad no
proviene del poder divino representado por las iglesias ni mucho menos
por los ministros de culto; por tanto, los diferentes actos de
profesión de fe de gobernantes y candidatos a puestos de elección
popular muestran la necesidad de invocar lo sagrado como un recurso
para congraciarse con una población escéptica, transgrediendo el orden
institucional.
Ante la aparente apatía y disimulo de la Secretaría de Gobernación,
encabezada por Miguel Ángel Osorio Chong, ésta tiene ahora la
responsabilidad de hacer valer el orden constitucional. Gobernación
está obligada a poner orden en una cancha que se está descomponiendo
por los usos y abusos de lo religioso. La impunidad hará no sólo
alentar la transgresión de políticos en búsqueda de las audiencias
religiosas, sino alentar las tentaciones del propio clero en materia
política. ¿Con qué autoridad el gobierno podrá exigir a los ministros
de culto abstenerse de invadir la esfera político-electoral del país si
permite y tolera que los políticos invadan el ámbito religioso como
recurso de posicionamiento? Gobernación tiene la responsabilidad de
vigilar el cumplimiento de las disposiciones constitucionales y legales
en materia de culto público.
Además, el tema rebasa lo religioso y se
está tornando en una cuestión de política interna. Igualmente, es su
competencia investigar el uso de recursos económicos que han venido
destinando estos actores a las asociaciones religiosas, principalmente
a la Iglesia católica. Que no se sienta sorprendida en nuevos casos,
como aconteció con el gobernador de Jalisco Emilio González Márquez, el
góber piadoso, que donó más de 100 millones de pesos del
erario al cardenal Juan Sandoval Íñiguez para construir su santuario
cristero. La laicidad que nos hemos procurado como país no está
cosificada ni es definitiva; por el contrario, es dinámica y los actos
que hemos presenciado muestran la posible reversibilidad del carácter
laico del Estado. La propia Margarita Arellano, en su calidad de
abogada, dijo que jamás violó la laicidad del Estado, y que midió muy
bien cada palabra que pronunció en el acto religioso. Haciendo gala de
intransigencia, Cecilia Romero, secretaria del PAN, expresó que el
Estado laico
no prohíbe la expresión religiosa de ningún ciudadano, así sea alcalde, gobernador o presidente, y en seguida arremetió contra los jacobinos, anticlericales y decimonónicos trasnochados.
En El Universal,
Pedro Salazar, doctor y experto en derecho constitucional del Instituto
de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, le responde: “Dice la
Constitución sin medias tintas: ‘Queda prohibida toda discriminación
motivada por (...) la religión...’ (artículo 1º); ‘es voluntad del
pueblo mexicano constituirse en una república laica’ (artículo 40).
Luego remata la ley aplicable: ‘El Estado no podrá establecer ningún
tipo de preferencia o privilegio a favor de religión alguna. Tampoco a
favor o en contra de ninguna iglesia ni agrupación religiosa”.
(artículo 3) y, por si no bastara: ‘Las autoridades (...) no podrán
asistir con carácter oficial a ningún acto religioso de culto público,
ni a actividad que tenga motivos o propósitos similares’ (artículo 25).
Así que el problema no está en las creencias de la alcaldesa, sino en
que violó las leyes del país. Ese hecho es grave en sí mismo, y lo es
más porque se trata de una autoridad pública”.
La
clase política mexicana atraviesa por una crisis de identidad. Las
escuelas, las tradiciones doctrinarias y las grandes corrientes
ideológicas han cedido al pragmatismo de nuevas generaciones con pobre
cultura política. El ethos histórico del político, aquel que
delineaba Max Weber, está a la baja en la cotización del mercado frente
al ascenso de los operadores políticos. La personalidad del político se
ha desdibujado ante la visión de corto plazo de una actual clase
política cuyo horizonte se sitúa en el próximo proceso electoral. En
esta lógica, el fariseísmo y la hipocresía tienen cabida plena.
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