Por Erubiel Tirado ,
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El presidente Enrique Peña
Nieto cierra filas en torno de las Fuerzas Armadas. No lo contrario, que
sería lo normal en una democracia moderna. Inédito, en efecto, fue el
acto del pasado 28 de marzo, cuando el mandatario, a contrapelo de su
también inédita e histórica baja aceptación como gobernante, refrendó su
“apoyo” incondicional para fortalecer la influencia y acción de los
militares del país.
El apoyo no sólo es el económico –de ahí la presencia
destacada del responsable de las finanzas del gobierno– sino político.
Esto último se destaca porque el evento fue realizado con la coartada de
la defensa institucional, cobijado en un patriotismo chabacano
(“criticar a las Fuerzas Armadas es desprestigiar a México”). Todo, con
el verdadero agravante de prefigurar un acto de corte (pre)electoral y
de estilo prusiano, al lanzar invectivas, entre otras, contra las
declaraciones del líder fundador del partido Morena sobre el papel
castrense en materia de seguridad.
Humo verde olivo
Más de treinta mil desapariciones desde 2012 (según
organismos internacionales y locales de defensa de los derechos humanos,
muchas de ellas forzadas y atribuidas, por comisión u omisión, a las
Fuerzas Armadas). Más de cien mil muertes, lo que apunta a que Peña
Nieto terminará su sexenio con una tasa de homicidios dolosos más alta
que la administración precedente. Dos terceras partes de las entidades
del país cuentan ya con una temible práctica de albergar fosas
clandestinas en sus territorios (donde no se contabilizan oficialmente
siquiera los homicidios cometidos). Y una cauda creciente de
señalamientos y quejas formales contra militares por violaciones a los
derechos humanos, donde la tortura sobresale ya como una práctica
institucional (con infraestructura castrense y policial, según estudios
recientes), dejando atrás la imagen de la mujer guerrerense de la
primavera pasada, como una pequeña muestra y anécdota descuidada del
desempeño de los soldados.
Estos son los grandes trazos del tétrico rosario de saldos
de un país que se esconde tras las cortinas de humo de los encendidos
elogios al Ejército y la Marina, que igual quiere ocultar con propaganda
el tamaño de sus fracasos en materia de seguridad. Todo ello, producto
de políticas erróneas y de una total falta de transparencia y control de
las acciones militares y policiales en la última década.
No es casual que en este primer trimestre se observe una involuntaria
campaña de propaganda del gobierno a favor de su sector castrense.
Hasta antes del 28 de marzo, más de 52 veces funcionarios federales,
empezando por el presidente Peña, han realizado actos y referencias
públicas de elogio o desagravio a las Fuerzas Armadas.
No sólo eso. Una semana sí, y otra también, la presencia y
los dichos sobre el Ejército y la Marina han estado presentes en la
opinión pública, sea por los propios militares, los políticos y los
“líderes de opinión”, quienes repiten ad nauseam el argumento manipulador sobre:
1) La injusta crítica o señalamientos contra el Ejército y
la Marina sobre su incapacidad de desempeñarse como policías y que
terminan cometiendo errores –involuntarios, según el titular de la
Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena)–, como torturar o matar
civiles, y
2) la necesidad de darles un marco de actuación que “los
proteja” cuando, supuestamente por incapacidad o corrupción policial,
tengan que salir a las calles a perseguir delincuentes. A esto se añade
el reforzamiento de la publicidad masiva de la propia Sedena (“La fuerza
de México”) y de sectores empresariales como el minero Grupo México y
Cinemex, donde todo soldado es “héroe” por sobre cualquier consideración
y por sobre cualquier otro ciudadano o persona común.
Con este tipo de enfoques, la sociedad no necesariamente se
identifica con quienes cumplen esa función de protección. Esto es parte
de la imagen distorsionada del Ejército que insiste en encarnar valores y
comportamientos totalitarios que reflejen el país que no somos y la
unidad que no tenemos.
¿El político-militar o viceversa? Es, ésta, una
falsa disyuntiva. En este mismo juego de reflejos perversos y deformes
entra en escena la figura del secretario de la Defensa, cuya imagen
pública y personal se destaca en algunas encuestas (que circulan entre
la clase política) como personaje identificable y confiable (paradoja
con un aprecio institucional en declive, según Buendía & Laredo, el
27 de marzo).
Lo anterior quizá ha envalentonado a un militar al que, ya
fuera de su papel institucional y legal en un régimen republicano, no le
importa lanzar estigmas y anatemas contra quienes empiezan a ver como
enemigos: contra el líder político de Morena: instruye, con desdén, a un
funcionario de tercer nivel de la Sedena para que de modo expreso lo
ataque y le niegue su carácter de político nacional y lo degrade, según
esto, a mero “actor social”.
Ya antes un humillado secretario de Gobernación (“los
políticos no hacen su trabajo, por lo que nos llaman a nosotros”,
afirmaba Cienfuegos en diciembre pasado), en forma indebida por su
carácter de fiel de la balanza política, había puesto su propia
descalificación al señalar como “detractores del Ejército” a quienes
acusan a la administración peñanietista de militarizar al país, y a los
soldados de cometer violaciones a los derechos humanos.
Grave indicio de comportamiento antidemocrático el del
militar secretario, porque, encandilado de su propia imagen, descuida el
lenguaje y su posición subordinada al poder civil, aprovechándose de la
ignorancia y la debilidad del presidente. Peor aún, irrumpe en algo más
que una amenaza velada contra quienes considere sus opositores,
sociales o políticos, al afirmar que no sabe de dónde viene eso de que
se regresen a sus cuarteles (los militares), porque es la propia
sociedad la que demanda su presencia en las calles, donde seguirán “para
darles certeza (sic)” a los ciudadanos (La Jornada, 10 de marzo).
De ahí a pensar que la “sociedad” pide a los militares
quitar a los civiles del poder para “restaurar el orden” hay poca
distancia, según nos lo muestra la experiencia histórica del hemisferio y
la lectura castrense de otras latitudes que así justificaba sus afanes
golpistas.
Agenda oculta
Llama la atención que tanto las figuras del presidente como
los altos mandos castrenses reaccionen con virulencia ante declaraciones
de un actor político, como el fundador de Morena. En particular porque
el contenido de sus dichos son superficiales y, a lo más, parafrasean
argumentos que, en su momento, han vertido organismos multilaterales
como la ONU, la OEA y sus mecanismos del Sistema Interamericano de
Derechos Humanos u organizaciones no gubernamentales como Human Rights
Watch o Amnistía Internacional.
Los gobernantes actuales y los militares olvidan que el
mismo político, durante su primera campaña presidencial, señaló que
recurriría al Ejército para recuperar la seguridad de los ciudadanos
(enero de 2006).
Detrás de esta reacción oficial y de la insistencia en
aprobar la Ley de Seguridad Interior se halla una estrategia de
impunidad transexenal, tanto del presidente Peña Nieto como del sector
castrense, cuya oficialidad pueda ser sometida a juicios penales en el
país o bajo normas de justicia internacional de cuyo sistema México
forma parte.
El silogismo es simple en la consideración militar, toda vez
que han transitado bajo las casacas del PRI y del PAN, sacando siempre
ventajas corporativas y clientelares (diez mil millones de dólares en
gasto militar en los últimos años son ganancia neta a la luz de sus
pobres resultados).
México solitario
Este último factor, junto con la “cooperación” estadunidense
a cambio de endurecer las tareas sucias de contención de los migrantes
que pasan por nuestro territorio y de continuar ejecutando bad hombres,
aseguran que sigan fluyendo los recursos de la Iniciativa Mérida para
concluir la contrarreforma legal que disminuye nuestras garantías y
nuestra aspiración a un Estado democrático de derecho (The New York Times,
16 de marzo de 2017, la misma edición donde se confirma la autoría de
iniciativa de la Ley de Seguridad Interior: la Sedena, no el PRI ni el
PAN).
La administración Trump mirará hacia otro lado ante las
desviaciones democráticas que impone la cooperación bilateral, siempre y
cuando se cumplan sus designios ante la complacencia de las
contrapartes instancias de decisión militar, cuyo nacionalismo, visto
está, es de papel.
Los gobiernos europeos, en particular los que mantienen su
gran interés en la inversión energética y en la venta de infraestructura
bélica a México, tendrán el mismo comportamiento complaciente y
retórico de atención a nuestra crisis humanitaria y de seguridad, pero
sin hacer mayor ruido. Éste es el verdadero escenario cómplice con el
que cuentan militares y políticos mexicanos, por lo que sólo resta
proveerse del blindaje necesario ante cualquier tentativa que los
incrimine al terminar el presente sexenio.
La Ley de Seguridad Interior es parte de este corolario (“Cambio de situación sustantivo”, Jorge Carrillo Olea, La Jornada
24 de marzo) y explica el temor de que un signo distinto que pueda
gobernar el país rompa la estrategia de la impunidad transexenal. Los
esfuerzos ahora se concentran en conservar el poder.
Es lamentable y equívoco el colofón presidencial sobre las
visiones críticas de la relación civil-militar en México. Apuntar
errores y desviaciones del comportamiento del poder cuando éste amenaza a
la sociedad misma debe ser motivo de reflexión y unidad aun en la
disidencia de opiniones, no de estigmas y anatemas. Son preocupantes los
barruntos de intolerancia presidencial, graves los del Ejército y la
Marina, que se niegan a reformarse en democracia. l
* Coordinador del Programa Seguridad Nacional y Democracia en México, de la Universidad Iberoamericana.
Este análisis se publicó en la edición 2111 de la revista Proceso del 16 de abril de 2017.
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