Así lo han hecho persistente y valerosamente los padres de los
muchachos, como también miles de familias que han dedicado sus vidas a
buscar a los suyos, en una docena de años que, si hemos de creer en la
estadística oficial, suma 37 mil desaparecidos y 238 mil víctimas de
asesinato en las que un porcentaje significativo murió a manos de
agentes del Estado.
El régimen que agoniza sigue empecinado en defender la “verdad
histórica”, resultante de una investigación retorcida por la fabricación
de pruebas, confesiones obtenidas bajo tortura, desaseo jurídico y
manipulación informativa que, hasta ahora, no permite saber qué y a
quiénes protege como para jugarse el prestigio interno y externo, la
estabilidad política en los meses que siguieron a septiembre de 2014, e
inclusive, el paso a la historia.
Lo ocurrido a las víctimas del 26 de septiembre en Iguala, Guerrero,
concentra todo lo que en este país se padece: la actuación de agentes
del Estado como perpetradores en acción, omisión y aquiescencia con –al
menos eso admite su propia versión— civiles armados de corte
paramilitar; un discurso sectario que configura un mundo de sombras al
que suele designar genéricamente “el narco” o delincuencia organizada y
que encuentra culpables en los eslabones más flacos de la cadena de
criminalidad (una vez más, de Estado); investigaciones que nada
satisfacen; desaparecidos que no se encuentran; movimientos sociales
reprimidos; negocios que florecen ahí dónde la violencia es cotidiana.
Hasta ahora, Andrés Manuel López Obrador, como presidente electo, ha
dado tres señales de voluntad política para indagar las deficiencias de
la llamada “verdad histórica”:
La primera, asumir la responsabilidad de manera personal, con la
designación de un fiscal especial para el caso que, como está visto,
será su decisión.
La segunda, es volver a invitar al equipo de expertos de la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos, para que actúe como tercería en el
caso, dándoles las condiciones de investigación que no tuvieron en el
actual gobierno desde que llegaron hasta que fueron expulsados.
Y, la tercera, el encuentro con los padres de los 43 normalistas en
la fecha en que se cumplen cuatro años desde los hechos, porque de
escuchar a víctimas y defensores de derechos humanos no gobiernistas,
depende en buena medida el diseño institucional de la fiscalía especial o
comisión de la verdad, si en verdad acude a escuchar.
Son señales esperanzadoras en tratándose de un caso emblemático y
dado que la justicia es asunto casuístico, con responsabilidades penales
individuales, que tendrían que llegar de manera ideal hasta las altas
esferas interesadas en mantener en la oscuridad e impunes a los
perpetradores materiales e intelectuales.
Esperanzador, sí. Aunque, naturalmente, el éxito implica dejar de
lado la promesa-petición de perdón y reconciliación, tan escasamente
explicada y provocadora de tanta confusión tanto en los foros y
encuentros con víctimas de las últimas semanas, como en el debate
público desde la campaña especialmente, en el tema de la amnistía que
López Obrador reconoció el martes en Tlaxcala, no se entendió.
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