La Jornada
Ayer se cumplieron cuatro años
de la atrocidad perpetrada en Iguala en contra de estudiantes
normalistas de Ayotzinapa por una perversa alianza de policías y
delincuentes organizados. Tres de los jóvenes fueron asesinados, 43 aún
continúan desaparecidos y 17 resultaron heridos, además de otras seis
personas que perdieron la vida por las balas indiscriminadas de los
atacantes; el trágico episodio dista mucho de estar plenamente
esclarecido y la investigación oficial exhibe múltiples fallas e
inconsistencias. El caso marcó el prematuro declive político de la
administración que está por concluir y es, sin lugar a dudas, uno de los
principales asuntos pendientes que deja el sexenio. Adicionalmente, la
desaparición de los 43 normalistas colocó a México en el centro de las
miradas mundiales y deterioró gravemente la imagen internacional del
país y de su gobierno.
De alguna manera los desaparecidos de Iguala se han vuelto
emblemáticos de las decenas de miles de ausentes que han dejado la
violencia y los enfrentamientos multiplicados en el contexto de la
estrategia de seguridad y combate a la delincuencia impuesta hace 12
años y seguida hasta ahora con pocos cambios; de la connivencia de
autoridades de distintos niveles con grupos de la criminalidad
organizada, y de la inoperancia y falta de voluntad que afecta a las
instituciones de procuración de justicia, las cuales han incurrido, del
26 de septiembre de 2014 a la fecha, en extravíos inadmisibles,
omisiones inexplicables e irregularidades múltiples, como lo han
documentado los informes del Grupo Interdisciplinario de Expertos
Independientes (GIEI), enviado por la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos a nuestro país para coadyuvar con las investigaciones,
por el Equipo Argentino de Antropología Forense, por la Comisión
Nacional de los Derechos Humanos y por diversas organizaciones
humanitarias de México y del extranjero.
Mención aparte amerita el inagotable tesón de las madres, padres y
familiares de los muchachos desaparecidos en el afán de llegar a la
verdad de lo ocurrido en Iguala aquella noche de septiembre, conocer el
paradero de los 43 y lograr una justicia efectiva.
Ayer, en el contexto del cuarto aniversario de la tragedia, padres y
madres de los normalistas ausentes se reunieron con el presidente
electo, Andrés Manuel López Obrador, la próxima secretaria de
Gobernación, Olga Sánchez Cordero, y el que habrá de ser subsecretario
de Derechos Humanos, Alejandro Encinas. El gobierno que empezará el
primero de diciembre se comprometió con ellos a establecer una Comisión
de la Verdad –con o sin fallo judicial que la instaure–, abrir de nuevo
las puertas de la nación al GIEI y a otras misiones internacionales y a
desplegar el esfuerzo gubernamental para el pleno esclarecimiento de lo
ocurrido y procurar justicia. Al término de la reunión, los padres
manifestaron su satisfacción por el encuentro y se dijeron esperanzados
ante la perspectiva que les planteó el presidente electo.
Sin duda, el esclarecimiento puntual de la atrocidad de Iguala
representa para la próxima administración un desafío de primer orden, y
de su desempeño ante este caso dependerá, en buena medida, el que logre
preservar e incluso incrementar su credibilidad y su respaldo social.
Pero, más allá de esa consideración, la verdad, la justicia y la
reparación del daño en el caso de Iguala constituyen imperativos morales
y políticos para todo el país, porque son la única manera de garantizar
que un episodio tan vergonzoso, doloroso e inadmisible no vuelva a
ocurrir en México nunca más.
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