Por primera vez en cuatro
años, una autoridad de primer nivel ha generado cierta esperanza entre
los familiares y representantes de los alumnos de Ayotzinapa
desaparecidos en Iguala, Guerrero. Andrés Manuel López Obrador los
recibió y escuchó y se comprometió a realizar acciones de gobierno, en
pos de la verdad y la justicia, en cuanto tome posesión de la
Presidencia de la República.
Hasta ahora ninguno de esos familiares y representantes había creído
mayor cosa de lo que les pudieran decir y prometer Enrique Peña Nieto,
Jesús Murillo Karam y los procuradores, comisionados y demás piezas de
la maquinaria acusada de encubrir las razones y los intereses que han
estado detrás de lo sucedido en aquella fecha trágica. La falsedad de la
atencióny
compromisosde Peña Nieto saltaba al oído, a la vista. Murillo Karam fue el gran mentiroso, el organizador del montaje, el dosificador de
resultados.
Frente a otras tragedias que han sido crudamente expuestas ante él,
las de los desaparecidos de todo el país, López Obrador ha sido
claramente sensible, pero ha defendido su tesis cronológica del perdón a
partir del primero de diciembre, aunque la justicia no se alcance a
plenitud, o no se alcance. Él considera que las fuerzas de su gobierno
deben emplearse en construir a futuro y no en desgastarse tratando de
enmendar o remendar un pasado que ya no tiene salida.
En el caso de los 43 de Ayotzinapa, el compromiso es distinto:
diversas instancias del Poder Ejecutivo federal convergerán en la
intención de saber lo que realmente sucedió en Iguala cuatro años atrás
y, desde luego, en establecer responsabilidades, tarea esta que, para
ser de verdadera justicia, sabidamente habría de llegar a las máximas
alturas del actual poder civil y militar y no sólo al nivel de los
chivos expiatorios.
Esa batalla de López Obrador contra la corrupción, la criminalidad y
la impunidad de los gobernantes anteriores a él puede entrar en una
rápida situación dispareja y generar prontas decepciones si la inmensa
ola votante a favor del tabasqueño no encuentra respuestas justicieras.
Uno de los resortes básicos del aplastante sufragio a favor del fundador
de Morena fue el deseo de que se frenaran los excesos delictivos de la
clase política en turno, pero, también, que sus principales personajes
fueran sometidos a procesos no de venganza, pero sí de necesaria
justicia.
Sin embargo, el principal elenco de la corrupción gobernante parece
sentirse a salvo, y pareciera que tiene razones para tal percepción, a
menos que López Obrador fuera capaz en 2019 de generar una ruptura
respecto al sistema acordado y los compromisos aceptados, como Lázaro
Cárdenas la realizó con Plutarco Elías Calles (este mantenía acotado al
michoacano, como
jefe máximode la Revolución Mexicana que se autodenominaba; a López Obrador lo tienen acotado
los mercados, los
empresariosy los arreglos políticos que le abrieron las puertas de Palacio Nacional y propiciaron la
transición de terciopelo).
Por lo pronto, el
jefe máximodel gobierno repudiado, Peña Nieto, está expresamente a salvo. No hay ninguna intención de buscar formas de castigo contra él: las leyes vigentes lo protegen y la realidad política de terciopelo lo cobija. ¿Podrán caer algunas figuras del actual gobierno o se mantendrá la anunciada política de considerar a los secundarios como chivos expiatorios?
Cuando López Obrador tome el poder presidencial se topará con
arreglos jurídicos hechos para ayudar a amigos de Los Pinos que
estuvieran en riesgo de desgracia judicial. Estafas maestras y otros
temas se resolverán en niveles menores al de Rosario Robles, con su
coordinador de comunicación social como ofrenda menor. Y el gran amigo
del peñismo, Javier Duarte de Ochoa, podría pasar a su domicilio
particular para desde ahí continuar con el proceso penal en su contra
que, de origen, fue sumamente descafeinado y, a estas alturas, ya es un
rico vacilón procesal con tantas pifias sembradas para favorecer al ex
gobernador de Veracruz.
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