Peña y Calderón han demostrado una vez más en la historia de este
país que un presidente puede hacer lo que desee sin mayor consecuencia,
como no sea, cierta sanción electoral que no tiene mayor relevancia ni
impacto en sus respectivos retiros de la vida pública en absoluta calma.
El panista se dio el gusto de meter a la sucesión presidencial a su
esposa, Margarita Zavala, y de no ser por el maniobrerismo y agandalle
anayista, por puras siglas hubiese alcanzado cierta competitividad en
las pasadas elecciones.
En el caso del priista, es inevitable observar que, muy a pesar del
saldo de la violencia, concluye marcado más por los escándalos de
corrupción que por la inseguridad e injusticia que su gobierno trajo. Un
gobierno en el que, por cierto, la reactivación silenciosa de las
estrategias represivas nos coloca ante una de las etapas de
autoritarismo más oscuras en décadas.
Es en la violencia y la estrategia represiva donde los asesinatos y
la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa se convierten en un
hecho emblemático, dado que se trata de jóvenes con orientación social,
participativos en la protesta social, herederos de una tradición
rebelde, incómodos, lo mismo para el gobierno y su reforma educativa,
que para los caciques locales y las trasnacionales extractivas que
abundan en la zona.
Peña Nieto pasó de restringir el asunto a la competencia local, a
instruir la atracción al ámbito federal en el que, como era de
esperarse, el expediente se deterioró, la investigación se retorció y,
en su falaz resultado, el mandatario es insistente hasta hoy.
El presidente que termina no se atemperó ni siquiera ante las
movilizaciones sociales en demanda de justicia y aparición con vida de
los jóvenes, pues desató razzias tremendas contra los
manifestantes apoyado en buena medida en el servilismo del entonces jefe
de Gobierno, Miguel Ángel Mancera, como ocurrió el 20 de noviembre de
2014.
Su efímero prestigio internacional se fue al garete cuando aceptó la
tercería de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), para
luego descalificar a los investigadores y prácticamente echarlos del
país.
En el contexto, organismos multilaterales y jefes de Estado, aun con
la exquisitez del lenguaje diplomático, llamaban su atención sobre ese
caso y sobre los indicadores alarmantes en diferentes materias. No pasó
nada.
En síntesis, Enrique Peña Nieto se irá con Ayotzinapa a cuestas, un
asunto por el que sacrificó su imagen en México y el extranjero; se
arriesgó a acumular otro episodio represivo; se confrontó con instancias
internacionales y todo para mantener la “verdad histórica”, inverosímil
por donde se le vea, sin que hasta ahora quede claro qué y a quiénes
protegía.
Al final, se irá tranquilo, dice, a vivir a Toluca. Y así será, que
en este país hay inmunidad presidencial y por más cambios que se hagan,
si se hacen, opera el principio de no retroactividad en la aplicación de
la justicia.
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