3/04/2013

Corregir la injusticia fiscal




Editorial La Jornada

La titular de la Secretaría de Salud federal, Mercedes Juan López, sostuvo ayer que la aplicación de impuestos generales, que afecten las compras de productos hoy libres de gravamen, como las medicinas, aportaría más recursos al sector salud. Es inevitable vincular los dichos de la funcionaria con la reciente aprobación de cambios a los documentos básicos del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que implican un viraje en la postura tradicional del tricolor respecto de los gravámenes a medicinas y alimentos. Uno y otro hechos alimentan la percepción generalizada de que el gobierno federal y su partido se preparan para impulsar una reforma legal que derive en la generalización del impuesto al valor agregado, lo que ha sido uno de los objetivos principales de las administraciones del ciclo neoliberal.

Ciertamente, como afirmó la titular de Salud, es razonable suponer que la eliminación de la actual exención impositiva a la comida y a los medicamentos derivaría en recursos adicionales para el fisco y la administración pública, pero ello ocurriría sobre la base de un costo político importante para el gobierno –dada la impopularidad de tal medida y el rechazo social que se ha expresado en su contra– y de un costo social injustificable, en la media que afectaría a los sectores menos favorecidos, que son, como se sabe, los que destinan mayor cantidad de sus ingresos a la adquisición de los productos referidos.

Un tercer elemento que hace cuestionable, por decir lo menos, la aplicación de impuestos generalizados al consumo es que dicha medida agravaría los vicios y las distorsiones de la actual estructura impositiva del país, y transitaría en contra del principio de que la política fiscal, para ser eficiente, debe ser redistributiva. En efecto, una reforma fiscal que grave el consumo de productos básicos implicaría una ampliación hacia abajo de la base de causantes, pues haría que incluso aquellos sectores cuyo consumo se ubica en un nivel de mera supervivencia –y cuyos recursos son destinados casi enteramente a la compra de alimentos– paguen impuestos. En contraste, la medida no trastocaría los intereses de capitales especulativos y los sectores empresariales que no aportan al fisco los recursos que deberían y que, cuando lo hacen, el Estado tiende a devolvérselos en virtud de acuerdos implícitos o explícitos, regímenes fiscales especiales o exenciones discrecionales otorgadas por la alta burocracia gubernamental.

La circunstancia de privilegio de que gozan los grandes empresarios con exenciones o devoluciones de impuestos, cancelaciones de créditos fiscales y otras medidas, representa en las finanzas nacionales un hueco anual de cientos de miles de millones de pesos. Resulta exasperante que, teniendo a la vista una solución mucho más justa y equitativa a los problemas de financiamiento del sector público –cobrar a los grupos más favorecidos los impuestos que corresponden–, desde la élite del poder se siga insistiendo en que la respuesta es la creación de nuevos impuestos y/o la aplicación de gravámenes generalizados.

Antes que ensayar una nueva agresión fiscal contra la mayoría de la población, y si es verdad que en el actual gobierno ningún interés es intocable, como sostuvo ayer el presidente Enrique Peña Nieto al clausurar la asamblea nacional de su partido, sería pertinente que por lo menos se reconociera la viabilidad de suprimir los privilegios fiscales a potentados y a corporaciones, con lo cual no sólo se haría innecesario el incremento impositivo para los causantes más desfavorecidos, sino se corregiría una injusticia social mayúscula y una aberración económica que ha causado graves daños al país.

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