Carlos Bonfil
Posiblemente
los ánimos de muchos espectadores, adictos a las consultas rápidas por
Internet y a la comunicación telegráfica en las redes sociales, ya no
estén lo suficientemente dispuestos a acometer la tarea de leer una
novela de 600 páginas, tarea que, solía decir Carlos Monsiváis,
adquiere hoy las proporciones de un
proyecto de vida. Y posiblemente el cine rehúya también la adaptación tradicional de una obra literaria y se sienta obligado a retener el interés del público con artificios novedosos.
No sorprende que al elegir como guionista al británico Tom Stoppard, el también ingenioso director de Rosencrantz y Guildersten han muerto (1990), Joe Wright, realizador de Orgullo y prejuicio (2005) y de Expiación, deseo y pecado (2007), adaptaciones de Jane Austen y de Ian Mac Ewan, respectivamente, haya querido sacudir las convenciones académicas y optado en Anna Karenina por una teatralización posmoderna de la obra homónima tantas veces llevada a la pantalla.
¿Tenía algún caso intentar reproducir el trágico abandono glamoroso con que Greta Garbo encarnó a la gran protagonista adúltera en la cinta homónima de Clarence Brown, hace ya más de siete décadas? ¿O la vivacidad lastimada de Vivien Leigh en la Anna Karenina, de Julien Duvivier, en 1947? Cuando inclusive un cineasta francés veterano como Eric Rohmer decide que la forma más interesante de abordar la historia de su país es acudiendo sin reparos al cine digital y al artificio escénico en La inglesa y el duque (2001), y a decorados que ostentosamente desechan el realismo, poco puede sorprender la apuesta de Joe Wright colocando la trama de Tolstoi en un proscenio muy abierto, frente a butacas vacías, con tramoyas muy visibles y continuos cambios de escenario que lo mismo evocan a Moscú que a San Petersburgo, y que en un primer plano capturan un detalle de la maquinaria de un tren para luego evocar con sólo una maqueta su recorrido.
La parte
por el todo, y ese todo será, en trazos muy breves, la Rusia zarista,
el drama social de un país con violentas desigualdades que
aceleradamente se aproxima a la Revolución, y la mayor historia
literaria de pasión adúltera desde La princesa de Cleves, de Madame de La Fayette, o de Madame Bovary, de Gustave Flaubert.
Una escena clave revela al inicio de la cinta la estrategia
narrativa de Stoppard basada en una suerte de premonición metafórica,
signo de la fatalidad que recorre toda la novela. En su primer
encuentro con el conde Vronsky (Aaron Taylor-Johnson) en el andén de
una estación ferroviaria, Anna Karenina (Keira Knightley) se topa
también con un maquinista cubierto de hollín, cuyo cuerpo será minutos
después destrozado por un accidente de trabajo. En este breve trazo se
opone al mundo de una aristocracia displicente y al repelente fantasma
del proletariado que ocasionará su ruina, y literalmente se prefigura
el destino final de la protagonista.
El mundo de las convenciones sociales, esas reglas no escritas que
la protagonista viola con consecuencias funestas, se muestra por medio
de figuras rígidas, semejantes a maniquíes de cera, frente a los cuales
Anna pasea su temperamento transgresor y su espíritu libre. A lado suyo
todo palidece, desde su metódico esposo Karenin (Jude Law) hasta esa
tiesa proyección de su fantasía romántica que es Vronsky.
Desafortunadamente, la apuesta estilística de la cinta confía
demasiado en el atractivo de caprichos formales que pronto se vuelven
facilidades expresivas, cuando no un lucimiento visual gratuito.
Los restos de una carta destrozada echados al aire se vuelven copos
de nieve, en un baile la pareja romántica hace desaparecer mágicamente
todo lo que le rodea, la condena social se traduce en acelerados
barridos de cámara, y un maniqueísmo moral ajeno a la complejidad
dramática de Tolstoi, opone en automático la felicidad conyugal y el
respeto a la tradición, a la miserable suerte de los parias amorosos.
Escénicamente, estamos a un paso del mundo del australiano Baz Luhrmann
y su Romeo + Julieta, sin entrar de lleno en el espectáculo;
en términos narrativos, la novela de Tolstoi queda reducida a lo que el
crítico Richard Brody califica en su blog del New Yorker como
un equivalente de, digamos, Danielle Steel, a la vez simplista y sobre elaborado.
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