Es una ironía histórica bien asentada que los que más se quejan de la “polarización” suelen ser los que más hacen para crear las condiciones de su existencia. Las divisiones no nacen por arte de magia, por envidia al éxito, por imperativos genéticos o porque un segmento de la población despertó de malas y no logra salir del surco, sino por condiciones materiales bien claras y nada misteriosas. Pagar salarios de miseria crea polarización. Sacar a la gente de sus casas para subir la renta crea polarización. Burlarse de los impuestos que los demás tienen que pagar crea polarización. Utilizar la fuerza pública para reprimir crea polarización. Mentir sobre todo esto desde los medios de comunicación, también. En pocas palabras, “No polaricen” puede traducirse en “Cállense y quédense en su lugar”.
En cambio, la megamarcha del domingo, 27 de noviembre en la Ciudad de México constituyó una expresión de júbilo popular antitética en tono y espíritu a los estrechos límites que los polarizadores buscan imponer. Grupos de tambores alternaban ritmos atrevidos con movimientos sincronizados. Brigadas de zanqueros agitaban sus capas y hacían gala de su vestimenta colorida. Conjuntos musicales, como la Banda Filarmónica de Santa Rosa de la Sierra Mixe de Oaxaca, tocaban melodías de toda la república. Había danza folclórica y bailes espontáneos, botargas y consignas. Hacia enfrente, un presidente marchó como otro ciudadano más, entre el vaivén de la muchedumbre. Al final de la ruta, el festival irrumpió en los bares y restaurantes como un oktoberfest no turístico sino politizado. En la noche, los participantes caminaban agotados pero alegres, reviviendo el día camino a su transporte de regreso.
Entre toda esa algarabía, lo que brilló por su ausencia fueron las expresiones de odio, racismo y clasismo que marcaron la marcha del 13. De hecho, a manera de limpiadores lingüísticos, los manifestantes del 27 reciclaron varios de los insultos que se les había lanzado anteriormente –“acarreados”, “indios pata rajada”– apropiándolos como propios. La tan temida polarización se había retirado a sus trincheras en las redes, no entre el millón y más personas de carne y hueso, incluyendo a migrantes que habían regresado del extranjero sólo para estar ahí.
En las teorías de la comunalidad, entre palabras como territorio, trabajo, identidad y representación, hay otra más: fiesta. Y lo de domingo fue precisamente eso, una fiesta. Esto es lo que aterroriza a los polarizadores de arriba, que la política deje de ser la pelotita de unos cuantos y se vuelva realmente masiva. Que deje de ser del dominio exclusivo de tecnócratas grises con diplomas vistosos que aplican al pie de la letra las recetas de sus ídolos en las instituciones financieras internacionales. Que la gente descubra –¡horror!– que la política puede ser divertida y que la diversión puede ser transformadora, en lugar de ser otro producto más de consumo para evadirse de las rutinas monótonas.
Finalmente, para eso sirven las marchas bien conducidas: cargan pilas, crean vínculos y sí, muestran músculo. Pero una marcha también es un fenómeno efímero: un día está y el otro ya no. El riesgo es que decante en pura catarsis sin cambio. Para que los efectos sean duraderos, el entusiasmo que genera tiene que ser canalizado en cuadros y candidatos de base, en propuestas y leyes atinadas y atrevidas, en una toma de decisiones cada vez más democrática en todos los niveles. Se sabe muy bien qué falta por hacer, y dónde existen las trabas e los impedimentos. MORENA debe estar a la altura.
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