6/29/2017
Gobierno invasivo y cínico
Enrique Peña Nieto, titular del Ejecutivo
Foto: Miguel Dimayuga
Por
Jesús Cantú
proceso.com.mx
El reportaje aparecido el lunes 19 en la portada de The New York Times, en el cual denuncia el espionaje a periodistas, defensores de derechos humanos y abogados, documenta detalladamente las formas en las que los espías lograron controlar los teléfonos inteligentes de sus víctimas, y se evidencia el uso de las nuevas tecnologías para vigilar, amedrentar, chantajear, debilitar y distraer a quienes el gobierno mexicano considera una amenaza.
El espionaje es una práctica añeja en la política mexicana, aunque aplicada principalmente a personajes políticos, como evidencian los frecuentes escándalos mediáticos a partir de las grabaciones de video o de voz de conversaciones privadas, así que uno de los principales aportes del diario estadunidense es documentar que ese espionaje se extiende prácticamente a cualquier ciudadano fuera del control del grupo en el poder y, aunque esto tampoco es nuevo, sí es importante que se reúnan evidencias.
En general es posible afirmar que el gobierno mexicano ha espiado desde hace muchos años a todos los personajes importantes para la vida nacional, en los ámbitos político, económico y social. Para contribuir a esta documentación de hechos, me permitiré narrar una experiencia personal.
Fui parte del Consejo General del Instituto Federal Electoral de 1996 a 2003 y previo a la celebración de la jornada electoral del 2 de julio de 2000, los integrantes del mismo con derecho a voto discutimos varias veces la pertinencia de realizar un conteo rápido para conocer oportunamente los resultados de la elección presidencial.
La decisión se tomó ya muy cerca de la jornada electoral, como lo evidencia el que el acuerdo que ordenó la realización del conteo se aprobó en sesión extraordinaria el 6 de junio de ese año, es decir menos de un mes antes de la elección.
Normalmente realizábamos nuestras juntas privadas en el llamado Salón de Usos Múltiples del edificio del Consejo, y aunque no recuerdo la fecha exacta de la última discusión que tuvimos sobre el conteo rápido, sí tengo presente que esa misma noche cenamos en un privado de un restaurante del sur de la Ciudad de México, con el entonces secretario de Gobernación, Diódoro Carrasco Altamirano.
Tras asumir dicho cargo (tras la renuncia de Francisco Labastida Ochoa para participar primero en el proceso interno del PRI y, posteriormente, como abanderado del tricolor), Carrasco le propuso al entonces consejero presidente, José Woldenberg, que tuviéramos periódicamente reuniones en las cuales participaríamos los consejeros electorales y el secretario ejecutivo del IFE, por parte de la autoridad electoral, y el secretario y algunos de sus subsecretarios, por parte de Gobernación.
Así que la cena era parte de estas reuniones. En esa ocasión el subsecretario de Gobierno, Dionisio Pérez Jácome, llegó unos minutos después de iniciada la misma y apenas se sentó a la mesa intervino en la conversación para colocar precisamente el tema del conteo rápido. Repitió prácticamente todos y cada uno de los argumentos que yo había esgrimido en la mañana a favor de su realización (en lo personal siempre defendí su pertinencia, a pesar de que hasta ese día siempre fui parte de la minoría) y para reforzarlos sentenció: “Pero esto ya lo declaró a los medios alguno de ustedes. Si no estoy equivocado, fuiste tú, Cantú”, dirigiéndose a mí.
Hasta ese momento yo no había ventilado el tema del conteo rápido en los medios, me había limitado a discutirlo en las reuniones internas porque, aunque me encontraba en franca minoría, esperaba ganar la batalla porque lo consideraba poco menos que indispensable para que el IFE pudiera atajar las especulaciones que seguramente surgirían ese día a partir de las 8 de la noche. No había lugar a dudas, la Secretaría de Gobernación había tenido acceso a nuestras conversaciones privadas. Así se lo hice saber en ese mismo momento. Palabras más, palabras menos, le dije: “Por supuesto que concuerdo al 100% con lo que acabas de señalar, pero no lo he declarado públicamente, lo he argumentado en las reuniones de los consejeros, la última vez precisamente hoy por la mañana”.
En la plática de sobremesa y cuando algunos de los asistentes ya se habían retirado, Gerardo Cajiga, entonces oficial mayor de Gobernación, bromeaba: “¡Ah, qué Nicho!, se confundió: pensó que estaba leyendo la síntesis de prensa y era la versión estenográfica de la grabación de la reunión que ustedes habían tenido en la mañana”.
En noviembre de ese mismo año los medios difundieron partes de conversaciones telefónicas que los consejeros electorales Jacqueline Peschard y Jaime Cárdenas habían sostenido con su hija y con el perredista Jesús Zambrano, respectivamente, el día de la jornada electoral, como una evidencia adicional que éramos espiados. Ambos interpusieron sendas demandas, que nunca fueron resueltas.
Aunque no es posible saber quién interceptó las llamadas telefónicas de los consejeros, sí puedo afirmar con plena certeza que Gobernación tenía acceso a nuestras conversaciones privadas, sin nuestro consentimiento; es decir que nos espiaban. Y no cuesta mucho trabajo encontrar sus razones y motivos.
Por estos antecedentes, entre otros, la declaración de la Presidencia de la República respecto al reportaje del New York Times es realmente ofensiva a la inteligencia de los mexicanos. Se sabe que el gobierno federal cuenta con ese software (Proceso 2019) y hasta el momento no lo ha negado –ni entonces ni ahora–; y todos (menos, por supuesto, Emilio, el hijo de la periodista Carmen Aristegui) los nombres de los espiados mencionados en el reportaje han jugado un papel relevante en diversas campañas y acciones que han incomodado o incomodan al gobierno. El “arma” y el móvil lo incriminan.
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