Las reformas educativas recientes se han sustentado en el principio básico de colocar a los estudiantes en el centro del proceso educativo, fijando la atención casi exclusivamente en sus necesidades, posibilidades y potencialidades. Sin dar lugar a duda, lo anterior es una premisa bastante aceptable, y en ese sentido ha funcionado como correa de transmisión para dichas reformas y para la generación de políticas públicas, supuestamente encaminadas al logro de los aprendizajes, la adquisición de habilidades, el reforzamiento de saberes y la consolidación de los procesos de construcción de conocimiento.
Sin embargo, una mirada más cuidadosa –y sobre todo, la mirada y la vivencia desde el interior de las aulas– evidencia como este constructo de “colocar a los estudiantes al centro del proceso” ha sido utilizado de manera dolosa para construir todo un andamiaje ideológico, político y jurídico que centra la atención del “proceso” no en los estudiantes, sino en los docentes, haciéndonos ya no responsables, sino de plano culpables del pésimo estado que guarda la educación, y particularmente la educación básica en nuestro país.
A los docentes se nos acusa, se nos juzga y se nos condena porque los estudiantes no logran los aprendizajes, independientemente, y a pesar, del contexto económico y social que padecen, muchas veces marcado por pobreza y pobreza extrema; negación de derechos humanos básicos; y posibilidades reales de desarrollo. También porque no adquieren las habilidades necesarias, independientemente de los ambientes de violencia cotidiana, crimen organizado, ejecuciones, violaciones, feminicidios y desapariciones forzadas en los que viven y conviven. Así mismo, se nos cuestiona que nuestros estudiantes, no logren reforzar los saberes y consolidar los procesos de construcción de conocimientos. Desde este constructo ideológico, político, jurídico y también cultural al estudiante aparentemente se le ha llenado de derechos, pero en realidad se le ha vaciado de obligaciones.
A casi dos décadas de las primeras implementaciones de estás políticas públicas instrumentadas desde el gobierno y de la mano de los empresarios, ¿cuál es el resultado? Alumnos desde primaria hasta bachillerato e incluso a nivel superior que no leen, que no comprenden lo que leen, que no pueden escribir y que son incapaces de resolver problemas matemáticos simples, utilizando las cuatro operaciones básicas. Y de todo ello, resulta que el único culpable es el maestro.
Ante esta desoladora realidad, nuestras autoridades educativas –siempre con la visión corta del despacho y con la experiencia nula de las aulas– han creado como medida paliativa una serie de actividades, responsabilidades y tareas que los docentes debemos cumplir, y que en su tecnócrata visión creen que con ello van a solucionar los graves problemas educativos que padecemos: planificaciones argumentadas que sólo argumentan y alimentan la simulación. Consejos Técnicos Escolares que no aconsejan y que antes bien, consisten en el llenado de productos prediseñados. Rutas de Mejora que no mejoran nada. Sistemas de Alerta Temprana que no alertan, porque ya se sabe de antemano los resultados que arrojarán. Y así, cientos de informes, reportes, bitácoras y supuestas evidencias que lo único que evidencian es la caducidad de un modelo educativo ligado a una visión empresarial, capitalista y neoliberal de la educación que no da más de sí.
En el nuevo-nuevo modelo educativo, los estudiantes y los docentes deben estar al centro del proceso, pues ambos son los actores fundamentales. Ni los estudiantes deben ser productos, que se forjan con “calidad”, ni los maestros deben ser ensambladores en las líneas de producción de las plantas de mano de obra barata, pero competente para el mercado laboral.
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