CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Hace dos años, justo cuando festejaba la aprobación de las leyes secundarias de la reforma energética –la última de las llamadas reformas estructurales–, el presidente Enrique Peña Nieto enfrentó el primer gran escándalo de su sexenio: la desaparición de los 43 normalistas de ­Ayotzinapa. Y desde entonces prácticamente no ha tenido respiro: los escándalos, las crisis, los conflictos, los errores y los abusos de autoridad se han sucedido uno tras otro, con un impacto acumulado en la disminución de la credibilidad y popularidad del presidente, así como la consecuente pérdida de gobernabilidad.
El costo que el presidente y su gobierno han pagado para superar, aunque sólo sea temporalmente, cada uno de esos momentos ha sido muy heterogéneo, pero en términos generales siempre creciente, lo cual se evidencia con claridad en los impactos y saldos provisionales que ha dejado, hasta el momento, la visita de Donald Trump y la crisis que provocó.
Luis Videgaray era mucho más que el titular de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, ya que en la realidad fungía como el coordinador del gabinete económico y el interlocutor con los legisladores para el cabildeo de las iniciativas vinculadas a dicha área. En los hechos, Peña Nieto se deshizo de su vicepresidente económico y su asesor personal; pero además sacrificó anticipadamente a quien él quisiera entregarle la banda presidencial el 1 de diciembre de 2018.
El movimiento tuvo efectos colaterales: en los hechos, en una sola jugada perdió a dos precandidatos a la Presidencia de la República, ya que al mover a José Antonio Meade de la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol) a la de Hacienda prácticamente lo desactivó.

Por otra parte, al colocar al frente de la Sedesol a Luis Enrique Miranda disminuyó sustancialmente el papel de la dependencia, pues el nuevo titular es uno de sus incondicionales, pero sin la imagen, capacidad, alcances y posibilidades de Meade, de tal manera que pasó de ser la plataforma de lanzamiento de una eventual candidatura presidencial a una estructura de apoyo, a la que seguramente recurrirá en los próximos comicios (tanto los de gobernador en 2017 como los presidenciales de 2018) para intentar sacarle provecho electoral a los programas sociales.
Los costos son altos, pero la gravedad de la crisis no dejaba alternativas, pues las consecuencias podían ser funestas si no se actuaba con presteza. Por una parte, el gabinete estaba totalmente fracturado porque Videgaray asumió atribuciones que no le correspondían, lo ostentaba y –además– operaba afuera del ámbito económico, en el que ya todos habían aceptado su injerencia. Los más molestos eran la canciller Claudia Ruiz Massieu, porque había sido ignorada en un asunto de su competencia; y el Secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong (de facto vicepresidente político), ya que Videgaray cada día le arrebataba más territorio (primero lo había hecho con la designación de Enrique Ochoa como presidente del Comité Ejecutivo Nacional, CEN, priista) y, por ende, acrecentaba su poder.
En la recomposición del poder dentro del gabinete el ganador fue Miguel Ángel Osorio Chong, no únicamente por la eliminación de dos probables precandidatos, sino porque al quitarle a Miranda de la Subsecretaría de Gobierno, le ampliaron su margen de maniobra, pues ya no tendrá a uno de los hombres del presidente incrustado en su estructura orgánica.
Por otra parte, estaba en riesgo la configuración final del presupuesto federal para 2017, pues Videgaray ya no era un interlocutor confiable para los legisladores y, por ende, éstos podrían modificar a su antojo las partidas. Al colocar a Meade, tendió puentes con los legisladores panistas, pues el nuevo titular formó parte del gabinete de Felipe Calderón (primero como secretario de Energía y, después, de Hacienda) y aseguró que el paquete económico que el flamante secretario entregó el jueves por la tarde en la Cámara de Diputados sea aprobado seguramente con modificaciones en algunas cifras, pero sin cambios de fondo.
A pesar de lo oneroso y trascendente de las medidas, éstas fueron únicamente una respuesta a la emergencia; una acción desesperada para impedir una catástrofe. Hubo un cambio de ministros obligado por las circunstancias, pero sin modificaciones sustanciales en el rumbo.
Si se hace el símil con un ser humano, atendieron los síntomas de la enfermedad, pero ni siquiera se asomaron a las causas de ésta. La medicación fue muy severa y con importantes daños colaterales, pero no una cirugía mayor, que dada la gravedad y recurrencia es lo que se requería. Nuevamente hay secuelas, todo indica que el alivio es sólo temporal y que, en el futuro próximo, habrá una nueva recaída, aunque ésta sea provocada por complicaciones inesperadas y sus síntomas sean muy distintos a los que obligaron a esta intervención. Esa ha sido la historia de los últimos dos años. El problema es que los daños se van acumulado, las defensas están muy mermadas, el organismo muy deteriorado y la iatrogenia empieza a mostrar sus estragos.
En este escenario el margen de maniobra del presidente y su equipo se reduce cada día, mientras los problemas que enfrenta el gobierno y el país se incrementan. El contexto internacional, tanto económico como político, es adverso; las instituciones nacionales no responden a las exigencias del momento, el ambiente interno está enrarecido y crispado, y la administración federal actúa con insensibilidad y torpeza.
Todavía faltan dos años de su sexenio y el mandatario ya tuvo que quemar a la que consideraba su mejor carta para evitar una catástrofe; está agotando sus recursos y todo indica que se avecinan nuevas crisis, pues más allá de que los indicadores apuntan a ello, el equipo peñanietista ha mostrado una gran propensión a provocarlas, incluso cuando no hay causas exógenas que las propicien, como en el caso de la visita de Trump.