CIUDAD DE MEXICO (apro).- Hace poco más
de cuatro años dediqué mi primera entrega al tema de la salud de los
gobernantes, aquí en Proceso, a raíz de la pregunta de
Carmen Aristegui sobre la salud del expresidente Felipe Calderón
(http://www.proceso.com.mx/316510/316510-enfermedad-y-poder). Retomo
aquí algunos aspectos históricos que siguen teniendo cabal vigencia de
aquel texto con los nuevos datos que hoy son noticia.
De nueva cuenta, la realidad pone el tema en la agenda pública. Estoy
convencido del derecho de la sociedad a gobernantes sanos. Los efectos
públicos que incapacitaron momentáneamente a la candidata demócrata
Hillary Clinton se ha vuelto en parte de la discusión pública en Estados
Unidos, tras conocerse que tenía neumonía. ¿Debía o no la señora
Clinton informar sobre su enfermedad? ¿Se trata de un dato que forma
parte de su legítimo derecho a la vida privada o incluso siendo así, el
derecho a saber puede tener un peso mayor?
En
principio, el expediente médico y, por ende, el estado de salud de una
persona es un dato personal confidencial. No es, por esta razón, una
información que deba revelarse al público. Ese principio, empero, entra
en colisión con el derecho a saber, si la persona es un gobernante o un
candidato o candidata a un cargo de elección popular, en virtud de que
deben tomar decisiones que afectan a una comunidad. De esta suerte, la
regla general debe ajustarse en forma casuística. ¿Debe un gobernante o
candidato transparentar su estado de salud? Sí y no. Sí, si padece una
enfermedad que pueda influir en su toma de decisiones. No, si la
enfermedad carece de relevancia pública por la falta de incidencia en el
ejercicio de gobierno. Si tiene cáncer (como pasó aquí con el malogrado
Alonso Lujambio, quien a sabiendas tanto él como su partido de que
tenía cáncer y metástasis –la ampliación de la zona inicial donde se
generó el cáncer, lo que se considera como un estado de enfermedad
terminal más temprano que tarde–, no dudó en postularlo como candidato a
senador teniendo conocimiento previo de que no podría cumplir su labor
legislativa como en efecto ocurrió) por supuesto debe hacerse público e,
incluso, debería ser un elemento de inhabilitación para ser
representante popular o gobernante. Si tiene una afección como pie
plano, una pierna más larga que otra o asimétricas, no tendría por qué
hacer pública esa circunstancia por su irrelevancia para la sociedad.
En México el tema forma parte de una agenda que nadie quiere
discutir, menos los políticos. Vamos. El tema ni siquiera es objeto de
estudio académico, mucho menos de discusión legislativa. Se trata, como
en tantas otras cuestiones, de resistencias al escrutinio democrático.
No es así, por supuesto, en los países desarrollados.
Desde 1972 en Estados Unidos se ha vuelto una práctica común hacer
pública la información sobre la salud de los candidatos, gobernantes y
políticos, y se cuenta con una estadística de datos duros sobre la salud
de los presidentes de la república (Jonathan Davidson y otros, “Mental
Illness in U.S. Presidents Between 1776 and 1974: A Review of
Biographical Sources”, Journal of Nervous & Mental Disease, vol.
194, ejemplar 1, pp. 47-51, enero de 2006).
Janlori Goldman y Elizabeth Ida Tossell han formulado la siguiente
interrogante: “¿Usted votaría por un candidato presidencial que sufra
una enfermedad que lo debilite y pueda afectar el desempeño de sus
funciones o incluso comprometer la conclusión de su periodo?”
(“Presidential Health: Do We Have a Right to Know?”, en
http://www.ihealthbeat.org/perspectives/2004/presidential-health-do-we-have-a-right-to-know.aspx#ixzz22LkdPhBb).
En México ni siquiera se ha planteado esa cuestión. Está fuera del radar de la opinión pública.
En Europa, los doctores Pierre Rentchnick y Pierre Accoce se dieron a la
tarea de estudiar la salud de los gobernantes y su impacto en la
sociedad. Así, por ejemplo, afirman que el presidente Franklin D.
Roosevelt padecía presión arterial alta, lo que reducía su lucidez en
las negociaciones territoriales en el marco de la Segunda Guerra Mundial
(Ces malades qui nous gouvernent, Librairie Générale Française, 1978).
Hillary Clinton sabía y sabe muy bien que revelar su estado de salud,
si éste es negativo, tiene un impacto en los electores estadunidenses,
sensibles a ese tema y además en un clima electoral muy competido. Sin
duda, ese traspié le afectará. Lo que queda en duda es qué tanto. El
asunto en concreto no es fácil de resolver. Es verdad que la neumonía no
nace por generación espontánea, pero también lo es que una afección
viral por sí misma es transitoria y no es grave hasta que lo es, como
hoy sucede con la candidata demócrata. Sobra decir que esta evolución de
su enfermedad que –hasta donde se sabe– no tenía visos de convertirse
en neumonía es, como se ha dicho en la prensa estadunidense, inoportuna.
Cabe esperar que esta situación sea sólo un obstáculo salvable porque
Clinton tiene experiencia de gobierno, racionalidad y una postura
política más empática al votante latino que el impresentable Donald
Trump.
Comentarios: @evillanuevamx
ernestovillanueva@hushmail.com
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