Carlos Fazio
La Jornada
El 29 de agosto pasado,
en vísperas de su cuarto Informe de gobierno, Enrique Peña Nieto
ordenó la destitución del comisionado general de la Policía Federal (PF)
Enrique Galindo Ceballos. Al anunciar oficialmente la decisión
presidencial, en un mensaje a medios en el que no hubo preguntas, el
secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, no explicó los
motivos del relevo; dijo simplemente que Galindo fue separado del cargo
en el marco de hechos recientes, pero no precisó si fue por lo ocurrido en Nochixtlán o en Tanhuato. Protegido hasta el final por Osorio, a la sazón coordinador del gabinete de seguridad nacional, el ex comisionado Galindo fue defenestrado en el marco de las pugnas palaciegas entre el grupo encabezado por su ex jefe y la facción conformada por Videgaray-Nuño-Meade de cara a la sucesión presidencial de 2018.
En realidad, Galindo Ceballos era un lastre desde que sus tropas de
asalto de la Policía Federal −en coordinación con agentes estatales y
ministeriales de Oaxaca− dieron muerte a un mínimo de ocho pobladores de
Nochixtlán y localidades cercanas, el 19 de junio último. Sin embargo,
su destitución se produjo 11 días después del demoledor informe de la
Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) sobre el caso Tanhuato,
que concluyó que 22 de 42 civiles abatidos el 22 de mayo de 2015 en el
Rancho del Sol −enclavado en ese municipio michoacano−, fueron
ejecutados de manera arbitraria. Ergo, asesinados por agentes del Estado.
Como jefe de la cadena de mando de la PF, Galindo tenía en su haber,
además, la muerte a mansalva de al menos nueve civiles desarmados en la
zona céntrica de Apatzingán el 6 de enero de 2015. Al igual que en
Tanhuato, en ese grave hecho varios de los occisos presentaban un tiro
de gracia o habían sido rematados ya heridos, además de que se les
sembraronarmas de uso exclusivo del Ejército para justificar un presunto enfrentamiento. Entonces, el ex comisionado de seguridad en Michoacán, Alfredo Castillo −protegido del presidente Peña y polémico titular de la Conade−, arguyó que los federales actuaron en
legítima defensay que las víctimas habían perecido a raíz de
fuego amigo. No obstante, según testimonios recogidos por la periodista Laura Castellanos, algunos policías federales gritaron:
¡Mátenlos como perros!
A su vez, en Nochixtlán, igual que en Tanhuato, los agentes federales
del ex comisionado Galindo hicieron un uso desproporcionado de la
violencia del Estado y una demostración innecesaria de fuerza letal, que
incluyó el accionar de helicópteros. Si en Tanhuato la CNDH documentó
que el artillero del helicóptero Black Hawk que participó en el
operativo disparó más de 4 mil proyectiles, una acción innecesaria para
los fines del mismo, en Nochixtlán, los dos helicópteros que
sobrevolaron la localidad ese día (el PF-201 y el PF-112) dispararon
bombas de gas lacrimógeno sobre el techo del hospital comunitario, lo
que provocó crisis respiratorias en tres bebés recién nacidos que
presentaron signos de asfixia, lo mismo que sus madres, que habían
parido la noche o el día anterior. Tal acción podría configurar un
ataque indiscriminado, noción definida como crimen de guerra en virtud
del Protocolo I, adicional a los Convenios de Ginebra de 1949, ya que
los policías agresores no tomaron medidas para evitar alcanzar objetivos
no militares y a población civil que no participó en las escaramuzas de
ese día. Máxime, cuando el objetivo declarado del operativo policial
era el desalojo de la autopista −que estaba bloqueada por maestros de la
CNTE y pobladores−, lo que se consiguió exitosamente en 15 minutos poco
después de las 8 de la mañana.
A casi tres meses de los hechos, persiste la interrogante
acerca de qué perseguía el ataque policial en la zona urbana de
Nochixtlán, incluidas colonias como la 20 de Noviembre, donde una
treintena de niños tuvieron que correr en descampado y se tiraron pecho a
tierra mientras eran gaseados por los federales. La acción podría
denotar intencionalidad y una violencia gratuita y arbitraria, pero
también negligencia e imprudencia grave, lo que está penado en el
derecho internacional humanitario.
Mentiroso contumaz: mintió de manera sistemática en el caso Tanhuato
cuando negó que sus policías realizaron ejecuciones arbitrarias, y
volvió a mentir en el caso Nochixtlán al aseverar que los agentes
federales no llevaban armas −cuando imágenes de reporteros gráficos
exhibieron a sus uniformados accionando rifles AR-15 y pistolas calibre 9
milímetros, como aceptó después un agente ante una comisión
legislativa−, la actuación de Enrique Galindo al frente de la Policía
Federal parece confirmar la existencia de una virtual política del
régimen que alienta y protege el asesinato masivo de presuntos
delincuentes o de quienes −como en el caso de Nochixtlán− son
susceptibles de ser exterminados de manera discrecional por las llamadas
fuerzas del orden. Todo ello, en el marco de una guerra asimétrica e
irregular no declarada, signada por la opacidad y la mentira, donde
tanto elementos de las fuerzas armadas como de las distintas policías se
alejan de los estándares del uso correcto de la fuerza, las
convenciones humanitarias internacionales y los distintos protocolos que
norman las tareas de se
guridad pública, con alarmantes índices de letalidad de las fuerzas coercitivas del Estado.
Decía Hannah Arendt que
el engaño, la fabricación deliberada y la mentira pura y simple son empleados como medios legítimos para lograr la realización de objetivos políticos. En ese contexto, cabe añadir según la famosa frase de Karl von Clausewitz, que “la guerra no es simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento político (…) el propósito político es el objetivo, mientras que la guerra es el medio”. Una idea que, por cierto, estuvo en la base del nacionalsocialismo.
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