Carlos Bonfil
La Jornada
Fotograma del filme del danés Nicolas Winding Refn,
perturbadora parábola sobre el narcisismo y sus efectos
“Quise hacer una película sobre la demencia de la belleza”. En El demonio neón (The neon demon, 2016), el realizador de origen danés Nicolas Winding Refn (Sólo Dios perdona, 2013)
elabora, a partir de un relato y un guión propios, una perturbadora
parábola sobre el narcisismo y sus efectos devastadores. También sobre
el mundo de la moda en Los Ángeles, California, y su cultura de jóvenes
modelos sometidas a dietas rigurosas, intervenciones de cirugía
estética, redistribuciones faciales que las transforman en objetos de
contemplación estética siempre remplazables, material de desecho en su
calidad de mujeres prematuramente envejecidas antes de llegar a los 30
años. Hasta esa capital de la tiranía del aspecto, llega una Jesse
adolescente (Elle Fanning), tímida y virginal, poseedora de una gran
lozanía que para su agente artístico, su maquillista y su fotógrafo
representan un capital invaluable, y para sus compañeras y rivales en el
trabajo, el motivo de una rabia y un resentimiento literalmente
mortíferos.
Nadie parece al principio tomar en serio las aspiraciones y
posibilidades de la joven huérfana de aspecto desvalido, si lenciosa y
casi inexpresiva, acompañada de un novio convencional, huésped en un
siniestro motel en Pasadena cuyo alquiler apenas puede pagar. Entre el glamour
y la doncella pareciera existir una distancia infranqueable. Y sin
embargo, en el oscuro cuento de hadas que propone Winding Refn, el
ascenso de Jesse a la notoriedad es irrefrenable. Habiendo seducido con
rapidez a todos los que la rodean, la última etapa sólo puede ser el
arrobo de la joven ante su propio aspecto: un descubrimiento que
equivale y finalmente supera al de la pérdida de la virginidad. Y es
justo ese tránsito de la pureza –distinción envidiable en el medio de la
moda– a la embriaguez del narcisismo, moneda de cambio en devaluación
continua, lo que representa el drama de la joven Jesse: la violación
definitiva.
Todo ese proceso de decadencia se escenifica, a la manera de un
ritual, en un estudio de fotografía que es prolongación de la propia
ciudad angelina, con luces intensas que van de las tonalidades pastel a
las atmósferas más sombrías, evocando siempre el neón refulgente al que
alude el título de la cinta. Un juego entre las fuerzas de la corrupción
(lúgubres y amenazadoras, incluso sanguinolentas) y una inocencia
siempre asediada que se evoca en tonos cálidos y suaves. El trabajo de
fotografía de Natasha Braier es todo un acierto en su intenso poderío
hipnótico. El relato muestra, a modo de tributos transparentes, lo mismo
un motel hitchcockiano (Keanu Reeves notable como su administrador
–nuevo Norman Bates, menos desvalido, más perverso) que los delirios de
la ninfa de pasarela que descubre una pantera en su habitación o se
atormenta con la fantasía de un estupro –del cine fantástico de Jacques
Tourneur al Roman Polanski de Repulsión–, todo en una ceremonia de iniciación que adquiere aspectos cercanos al cine gore de
Dario Argento. Apenas sorprende así que una prolongación del estudio
artístico sea el espacio de una morgue, donde Ruby (Jena Malone), la
encargada de maquillaje, tiene horas extra de trabajo.
La metáfora es
potente, tal vez demasiado obvia: la labor artística sobre los rostros
primero lozanos, luego marchitos, de las modelos de belleza efímera, es
anticipación macabra de un cuidado para favorecer el aspecto de las
personas muertas. En el manejo que hace el director de los temas de la
necrofilia y la vampírica posesión de la belleza ajena, hay algo de la
turbiedad y perversión de relatos como Sangre caníbal (Trouble every day, 2001) de la francesa Claire Denis, llevados aquí al extremo en una disección del narcisismo femenino. En su calidad de melodrama con tintes de neonoir, El demonio neón ilustra
la depredación de una nobleza sentimental (el anhelo románti-co del
joven pretendiente de Jesse), y de la propia inocencia de la
protagonista, en beneficio del culto inútil de una perfección estética
por definición perecedera. Atractivo complementario: una estupenda pista
sonora acompaña el empeño del cineasta por sugerir la sensualidad
perturbadora de un desafío narcisista encaminado a la fatalidad.
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