Opacado por los vaivenes
de la política, las peripecias de la economía y las cifras de la
violencia que desde hace años azota a vastas regiones del país, el
fenómeno de los desplazados internos en México suele ser considerado un
asunto menor. No lo es. Un informe publicado a fines del año pasado por
la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos
estimaba que entre 2006 y 2018, cerca de 340 mil personas se habían
visto obligadas a abandonar sus lugares de origen a causa de la
violencia. Disputas entre facciones del crimen organizado o entre éste y
las autoridades, presiones de la delincuencia para entregar impagables
cuotasa cambio de supuesta protección, ataques de
talamontesy grupos paramilitares, y hasta conflictos por la tenencia de tierras, mantienen a miles de familias en un estado constante de temor y privaciones, hasta que ante la ineficacia de las medidas que (a veces) ensayan las autoridades, con unas pocas pertenencias a cuestas, salen de sus comunidades rumbo a la incertidumbre.
Guerrero aporta, según la organización mencionada, más de 40 por
ciento de los desplazados en el interior de la República, en episodios
no siempre ligados entre sí y en localidades donde el problema tiene
distintas caras y protagonistas, con la brutalidad y la violencia como
únicos elementos en común.
En esta ocasión, habitantes del municipio de Zirándaro –en la Tierra
Caliente de Guerrero en el límite con Michoacán– denuncian que aunque
funcionarios de los gobiernos estatal y federal sostienen que en esa
zona no hay desplazamientos, pobladores de 20 comunidades han tenido que
dejar sus viviendas a causa de las amenazas de las bandas delictivas.
La ríspida pugna que por controlar la plaza mantienen grupos
presuntamente vinculados a los cárteles de Jalisco Nueva generación y la
Familia michoacana, envolvió a los pobladores en un remolino de
violencia que además de amenazar su integridad les hizo casi imposible
la vida cotidiana. En los hogares ni siquiera se puede surtir la canasta
básica (porque impiden el paso de los transportes de mercancías); los
estudiantes de preescolar, primaria y telebachillerato no pueden acudir a
clases (porque no se imparten), y un permanente clima de inseguridad y
miedo se ha apoderado del rumbo.
La situación descrita durante una protesta realizada en Guayameo, al
sur de Zirándaro –donde se han asentado provisoriamente la mayoría de
los desplazados de esta última localidad– alcanza tintes dramáticos y no
parece fácil de solucionar. Según los damnificados, el envío (por lo
demás reciente) de elementos de la Marina, el Ejército y la Guardia
Nacional no ha servido para llevar paz a la región, entre otras razones
porque las bandas organizadas cuentan con una logística que les permite
anticiparse a cada movimiento de los uniformados. En semejante
escenario, los desplazados –que sumarían más de un centenar de familias
con un total de mil 400 personas– han recibido el compromiso
gubernamental, por medio del subsecretario de Derechos Humanos,
Población y Migración, Alejandro Encinas, de contar con mayor apoyo para
aliviar el difícil trance por el que están atravesando.
Lo fundamental, sin embargo, es encontrar mecanismos para terminar
con la situaciones de violencia que provocan los desplazamientos. Dichos
mecanismos, de acuerdo con las políticas adoptadas por la actual
administración, deberán contener una compleja mezcla de elementos
políticos, económicos y sociales, orientados a erradicar las causas
generadoras de la violencia. Pero se trata, en cualquier caso, de una
tarea urgente.
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