‘Astaghfirullah’ (‘perdóname, Dios’: ndt). Con la voz entrecortada, Neela* y Daya* imploraban a Dios, secándose el sudor de la cara con sus velos. El sudor del miedo más que del calor sofocante. Se imaginaron lo peor mientras bajaban los ocho pisos: la detención policial, la deportación con prohibición de volver a Qatar. Cuando Raúl* gritó: «Escóndanse en el baño», no entendieron por qué, se quedaron atónitos, ellas hablaban hindi, él hablaba tagalo, una de las lenguas de Filipinas.
Tuvo que precipitarse sobre ellas, empujarlas, repetir en inglés «Police, police» con grandes gestos para que entendieran que la cosa iba en serio. Muy pronto, reapareció con Ishwar *, un indio de la «red», para conducirlas esta vez hasta la puerta de la salida de emergencia en caso de incendio: «Las evacuamos, bajen al estacionamiento subterráneo, un vehículo blanco las está esperando, Ishwar viene con ustedes.
Neela y Daya se sentían al fin felices de salir del aislamiento aquella tarde de agosto, para testimoniar su «calvario» a un periodista extranjero en este edificio donde la «red» organizaba oficialmente una formación en primeros auxilios para una veintena de trabajadoras domésticas y, extraoficialmente, las sensibilizaba sobre sus derechos.
«Ya ves cómo son nuestras vidas, somos como criminales», afirma Neela cuando llegaron a lugar seguro, mientras el conductor, un «Uber» de confianza, amigo de Irshaw, se puso en marcha. Daya se dio vuelta varias veces para comprobar que nadie los seguía.
Unos minutos después, cerca del Museo de Arte Islámico, diseñado por Leoh Ming Pei, el arquitecto chino-estadounidense de la pirámide del Louvre de París, creyó ver a unos agentes de policía en un cruce. Allí, cerca de un parque verde regado permanente, los trabajadores se rociaban con el agua de sus cantimploras antes de volver a levantar la pala.
Las dos mujeres están muertas de miedo, son unas proscritas, «en fuga». Trabajadoras domésticas, abandonaron de la noche a la mañana su lugar de trabajo, las lujosas residencias de las ricas familias qataríes que las emplean, para no soportar más las condiciones inhumanas de trabajo, por ser «tratadas como esclavas», esclavizadas durante una media de veinte horas al día, siete días a la semana, golpeadas, insultadas y dejadas sin sueldo durante meses.
Sus empleadores denunciaron su «fuga» a las autoridades, poniéndolas de esta manera en la ilegalidad siendo que son víctimas de un sistema de explotación que ha sido señalado y denunciado desde hace varios años por las organizaciones internacionales de derechos humanos.
Un sistema feudal de «apadrinamiento» en el que el empresario tiene pleno poder sobre su empleado. Kafala, así se llama ese sistema. Qatar lo abolió oficialmente en 2020, pero sigue causando estragos porque está muy arraigado en una sociedad en la que la impunidad sigue siendo la norma (Ver la primera parte de nuestra la investigación).
El hecho de abandonar al empleador sin permiso sigue siendo un delito en el pequeño emirato, en contraste con las ambiciosas reformas tan anunciadas que iban a convertir a Qatar en una excepción, en el pionero de la Península Arábiga en materia de derecho laboral.
Las autoridades cataríes indicaron a Mediapart que «no hay ninguna ley que criminalice la huida». «Los trabajadores domésticos pueden ser transferidos inmediatamente a otro empleador si hay pruebas de abuso o represalias por parte de su patrón», explica uno de los representantes oficiales.
Pero, en el terreno, los activistas describen una realidad diferente. Son muchísimos los empleadores-padrinos que siguen presentando denuncias por evasión contra los trabajadores», dice Ishwar. Esto es lo que les ocurrió a Neela y Daya. Ellas podrían haber presentado una denuncia. Después de todo, el gobierno promueve un mecanismo facilitado «a través de una página web del Ministerio de Trabajo, una aplicación móvil dedicada especialmente o una línea de ayuda que funciona las 24 horas del día, todos los días de la semana». En absoluto, dice Ishwar. «Es complejo y complicado»: «Su empleador lleva las de ganar ya que se las considera ‘en fuga'».
Doha defiende un arsenal legislativo «estricto» que «garantiza» que cada trabajador inmigrante tenga una «experiencia positiva» en el emirato. «Qatar ha hecho más que ningún otro país de la región para reforzar los derechos de los trabajadores extranjeros», afirman los comunicadores de la «monarquía del gas» que se prepara para ser el anfitrión del acontecimiento deportivo más seguido del planeta, el Mundial de Fútbol, del 20 de noviembre al 18 de diciembre, regado por la sangre de millones de proletarios del sur de Asia y de África.
«La prueba está en los números», argumentan, y pasan a citar varios: «246.168 [trabajadores] cambiaron de trabajo con éxito entre octubre de 2020 y diciembre de 2021. Más de 300.000 contratos de trabajo fueron modificados para cumplir con el nuevo salario mínimo no discriminatorio. Y se han desembolsado más de 165 millones de euros en los dos últimos años a través del Fondo de Apoyo y Seguro a los Trabajadores para cubrir los salarios que los empresarios no estaban en condiciones de pagar».
La prueba está en los dispositivos puestos en práctica, siguen diciendo: «refugio y servicios sociales y de salud para las víctimas de abusos», «comisiones de resolución de conflictos laborales», asistencia jurídica gratuita, visitas «periódicas sin previo aviso» a las agencias de contratación, multas de hasta 25.000 riales (7.000 euros) por confiscación de pasaportes, etc.
En teoría, es cierto que Qatar ha realizado progresos innegables en un tiempo récord bajo la presión internacional. Sin embargo, en la realidad, las leyes apenas se aplican o no se aplican en absoluto, como la adoptada en 2017 en favor de las trabajadoras y trabajadores domésticos, cuyo número se estima en más de 170.000, la inmensa mayoría de los cuales son mujeres, a menudo madres solteras, que están aún más invisibilizadas que los trabajadores porque son maltratados en las casas de sus patrones, en la intimidad de los hogares de los que rara vez pueden salir.
En ese momento, Qatar dio un paso «histórico» al concederles un mínimo de un día libre a la semana, un máximo de diez horas de trabajo al día (negociable con el empresario) y vacaciones pagadas. En el extranjero, los titulares de los periódicos decían: «En Qatar, las trabajadoras domésticas tendrán por fin derechos».
Pero la ley es pisoteada a diario y en todas partes, como atestiguan varias trabajadoras domésticas con las que se reunió Mediapart, amparadas en el anonimato por razones de seguridad, así como activistas que acuden en su ayuda de forma clandestina, arriesgando sus vidas, en este emirato donde el sindicalismo está prohibido. Revelan abusos y violaciones sistémicas. Los mismos que Amnistía Internacional destacó en 2020 en un informe demoledor.
«De las 105 mujeres entrevistadas, detalló la ONG, 90 dijeron que regularmente trabajaban más de 14 horas al día, 89 los siete días de la semana, a 87 sus patrones les confiscaron sus pasaportes. La mitad de ellas trabajaban más de 18 horas al día, la mayoría sin un solo día de descanso. Algunos informaron de que no reciben su salario completo, mientras que 40 contaron que fueron insultadas, golpeadas o víctimas de escupitajos.»
Así era la vida cotidiana de Neela y Daya hasta hace unos meses, cuando lograron escaparse. Durante casi un año, Neela trabajó más de veinte horas al día por 1.000 riales (unos 260 euros), el salario mínimo catarí, que no recibía todos los meses, dependiendo de la buena voluntad de sus empleadores. Sólo descansaba de dos a cuatro horas por noche en una pequeña habitación sin ventanas.
Obedecía las órdenes de la esposa de su kafeel, su patrón-padrino, que podía añadir a su agenda la limpieza de las residencias vecinas pertenecientes a sus hermanos, dice. «Yo me encargaba de la limpieza y la cocina, mientras otras dos criadas se encargaban de los niños.
Pronto fue maltratada verbal y físicamente: «Me esforzaba mucho pero nunca era suficiente. La señora de la casa me gritaba y me insultaba, me golpeaba con utensilios de cocina, me agarraba del cuello, me tiraba de las orejas. Me amenazó de muerte varias veces.
Un día, le cerró la puerta deliberadamente apretándole los dedos. Neela gritaba de dolor. Su cuerpo fue cediendo. Lloraba mucho y empezó a desarrollar una obsesión: recuperar su pasaporte, que le había sido confiscado a su llegada, y huir. Creía saber dónde estaba, y consiguió encontrarlo una mañana después de robar, con todo el miedo del mundo, la llave de los armarios de la habitación de sus patrones, que le debían todavía varios meses de salario. Eso es lo menos importante. Se va sin mirar atrás. Los miembros de la comunidad india la acogen y la ponen en contacto con «la red».
Daya, una madre soltera del Punjab, en la India, cuenta una historia similar. A principios de 2021, fue reclutada por una rica familia catarí de siete miembros a través de una agencia. Ella se encarga de todo, de la cocina, de la limpieza, de los niños, sube y baja los tres pisos de la mansión todo el día y la noche, durante unas 20 horas al día, siete días a la semana. Tiene que estar disponible en todo momento, duerme en un cuchitril, sólo le dan las sobras de comida y no se le permite tomarse un descanso ni siquiera de unos minutos.
En el contrato está escrito que debe recibir un salario de 1.200 riales (unos 320 euros). Pero de eso, no vio nada. Lo reclama. La golpean. Se agota, sigue una serie de trastornos y se siente tan sola, tan aislada. Un día, en pleno Ramadán, la sorprenden bebiendo agua. En represalia la golpearon, la encerraron en su pequeña habitación durante varios días, la privaron de comida: «Sólo me sirvieron agua. Tras cuatro meses de infierno, consiguió escapar. No sabe muy bien cómo, pero su teléfono era una balsa para evitar que se hundiera, su conexión a la «red». Lo escondió para que no se lo confiscaran.
Ahora es inseparable de Neela, su hermana en desgracia. Llevan semanas escondiéndose, pasando de un refugio a otro para escapar de la represión policial, mientras esperan una solución. Por el momento, comparten una habitación de unos 15 metros cuadrados en las afueras de Doha, con una cocinita y mobiliario básico, en la planta baja de un edificio de trabajadores, donde el coche les deja.
Neela encontró una nueva familia catarí dispuesta a acogerla, pero no tiene el «NOC» (Certificado de No Objeción), es decir, una autorización de su empleador-padrino para cambiar de trabajo, aunque esto ya no debería ser necesario tras la reforma de la kafala. Tiene 36 años, tiene ojeras y tiene miedo de acabar en la cárcel de Qatar o de que la manden de vuelta a la India.
Eso significaría reencontrar a sus dos hijos que crecen lejos de ella, de su madre -lo que es una suerte porque la separación es muy dolorosa-, pero también significaría volver a una vida aún más miserable, encontrar a su marido violento y alcohólico. Y la deuda que va en aumento. Para venir a trabajar a Qatar, tuvo que pagar 3.000 riales de derechos de contratación, más de 800 euros.
Quiere que la fotografíen, testificar abiertamente, a pesar de los riesgos que conlleva, para mostrar su calvario al mundo entero. Daya también. Irshaw no está de acuerdo: «Es demasiado peligroso. Tiene unos cuarenta años, lleva siete trabajando en Qatar en una empresa local de construcción y vive en un «campo de trabajo» en el desierto, a una hora de Doha, donde las condiciones de vida han mejorado en comparación con otras ciudades dormitorio, «un efecto de la Copa del Mundo de fútbol», según él: «Somos ocho por habitación, mientras que antes éramos el doble. Es más soportable, pero sigue siendo una miseria.
Después de haber sufrido abusos él mismo se unió a la «red» clandestina que acompaña a decenas de trabajadores inmigrantes, muchos de los cuales son trabajadoras domésticas sobreexplotadas: «La mayoría de ellas no cobran, están sometidas a trabajos forzados, no tienen descanso y les han confiscado el pasaporte.» Entre ellas hay varias víctimas de violencia sexual: «Es muy difícil convencerlas de que hablen, es un tabú en nuestras sociedades, es vergonzoso, y existe el miedo a las represalias, muchas guardan silencio, pensando que el hecho de ser agredidas sexualmente, violadas, forma parte del sacrificio».
Joy* sabe de lo que habla. A pocos kilómetros, en su habitación de menos de seis metros cuadrados, sin ventanas, pero afortunadamente con aire acondicionado, que alquila en un edificio en el que viven mayoritariamente filipinos, en el corazón de un barrio obrero de Doha, piensa a menudo en aquella madre de familia a la que ayudó hace dos años, su «peor caso».
Fue violada en repetidas ocasiones por su kafeel y el hijo de éste, y huyó, apoyada por «la red». Estaba a punto de buscar ayuda para reclamar justicia cuando su patrón presentó una denuncia contra ella. Fue deportada sine die. «Me la imagino viviendo con ese trauma, sin poder compartirlo con nadie de su familia, que considera que ha fallado, ya que está de vuelta, sin dinero, sin trabajo.
Joy tiene 36 años. Ella también es trabajadora doméstica, «un trabajo despreciado, de lo más bajo», del que está «orgullosa»: «Me permite ayudar a mi familia en Manila, para que puedan sobrevivir.» Es el caso de muchas mujeres filipinas, que representan el mayor contingente de trabajadoras domésticas, no sólo en Qatar sino en todo Medio Oriente e incluso en Europa porque, según Joy, «tenemos la reputación de ser eficientes y sumisas, de no esquivar el esfuerzo y de no quejarnos».
Su madre no quería. Ni ella ni su hermana, trabajadora doméstica en Hong Kong, quisieron escucharla. Joy lleva diez años sirviendo a los ricos de Qatar, después de empezar en Arabia Saudita y luego en Dubai, donde la experiencia acabó con «un shock», tres días en la cárcel porque la madre de su kafeel la había acusado de robar joyas y dinero. «Una mentira. También lo había hecho con la empleada anterior.»
En Doha, siempre tuvo «suerte en comparación con la mayoría». «Encontré buenos empleadores», todos ellos expatriados con un estilo de vida lujoso en residencias ultraseguras, que le permiten regresar al país una vez al año. Ella misma los busca en Internet, en sitios de empleo al abrigo de la mafia de la contratación, gracias a su inglés de nivel medio: un piloto canadiense y su esposa para los que trabajaba diez horas al día por un salario de 1.500 riales (unos 400 euros), luego una pareja canadiense-egipcia, después una familia coreana: «Eso no significa que no haya explotación entre los expatriados. Veo muchos casos de abuso.»
Suena el timbre de la puerta. Es Jocelyn* con su maleta, una mujer filipina de treinta años, madre soltera, que huye de los golpes de su patrón, un particular catarí. Esperó a que la casa estuviera vacía antes de salir corriendo, con el apoyo de los otros sirvientes. Desde hace cuatro meses reclama en vano su salario, 1.500 riales (unos 400 euros) por 10 a 15 horas diarias de limpieza, cocina y cuidado de los niños. «Mi jefe siempre responde: ‘boucra incha’Allah’ (´mañana, si Dios quiere’: ndt)]. Sin embargo, él conoce la ley. Trabaja en la policía.
No ha visto a sus hijos desde 2018: «Mi kafeel se niega a dejarme salir del país, eso es lo más duro, no verlos crecer». También se opone a que reciba tratamiento médico: «Tengo un quiste de ovario y una úlcera de estómago». Llora, sin saber a dónde ir. En su móvil, Joy activa la red de apoyo y solidaridad: «¿Quién puede acoger a una hermana en apuros?», escribe, acurrucada contra uno de los muchos peluches que decoran su estrecha habitación y la consuelan de la brutalidad del mundo.
Aprovecha la ocasión para repasar el hilo de mensajes. Uno de ellos la alerta sobre la situación de Sarah*, una mujer keniana de Monbassa, que lleva seis meses varada en Qatar tras una experiencia en Bahrein y Arabia Saudita. Endeudada hasta las cejas para trabajar en el Golfo y mantener a su hijo, al que cría sola, a su madre y a sus hermanas, trabaja catorce horas al día para los ricos qataríes y aún no ha recibido ni un solo salario. Cuando los reclamó, la golpearon. Huyó.
Ahora está sin papeles, ya que la empresa de limpieza catarí para la que trabaja le confiscó el pasaporte: «Aunque tiene un visado de limpiadora, no de criada, la empresa la mandó a una familia. Esto es ilegal y la sitúa fuera de la ley. Si presenta una denuncia ante la policía, correrá aún más peligro porque será declarada «fugitiva»». Sarah menciona la posibilidad de suicidarse.
Joy va a tratar de visitarla. «Ves cómo las reformas son en gran medida ineficaces», suspira. Los empresarios no respetan las leyes, hay impunidad. Necesitamos verdaderas sanciones punitivas. Y para ello, inspecciones en las casas particulares. Pero eso no puede hacerse, nos dice una fuente oficial, sin la autorización escrita del fiscal, que se basa en «las pruebas aportadas por el departamento de investigación del ministerio» y en «las denuncias de los trabajadores domésticos»…
NOTAS de la Redacción de Mediapart sobre este artículo:
Este artículo es la segunda parte de nuestra serie de investigaciones y reportajes sobre las condiciones laborales de los trabajadores y trabajadoras migrantes en Qatar en vísperas del Mundial (lea la primera parte aquí: «En Qatar, la esclavitud hace de las suyas«).
Los nombres seguidos de un asterisco han sido modificados por razones de seguridad.
El temor a la represión por parte del régimen catarí o de sus patrones es tal que los trabajadores y activistas con los que se reunió Mediapart declaran de forma anónima. Sin embargo, varias trabajadoras domésticas querían valientemente hablar sin cubrirse la cara e insistieron en ser fotografiadas para que se las viera, para contar, para mostrar su calvario. Optamos por hacerlas anónimas y ocultamos sus rostros para no ponerlas en mayor peligro aún.
El lunes 18 de septiembre, le enviamos un correo electrónico al departamento de comunicación del Estado de Qatar en el que formulábamos preguntas concretas sobre la situación de las trabajadoras domésticas inmigrantes. Recibimos las respuestas el miércoles 21 de septiembre. Aparecen en gran medida en el artículo y pueden leerse en su totalidad en los apéndices del mismo.
Fuente: Mediapart, 22-9-2022
Traducción de Correspondencia de Prensa, 24-9-2022
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