Carmen Boullosa
Ojalá esto fuera verdad: Uno de los dos hombres más ricos del mundo hace a un lado el libro que lee, lo ha distraído la pantalla iluminada de su celular con una “alerta” —una noticia que se repite, pero no por esto menos dramática—: se acaba de revelar el asesinato en México de un número impreciso de inmigrantes centroamericanos. Con el libro aún abierto en la mano, el millonario liga las frases que acaba de leer, a las víctimas del calvario mexicano. Atando unas con otras, piensa: ¿qué pasaría si usara su muy llena-de-ceros fortuna en un bien superior a la riqueza?
¿Cómo usar su fortuna para algo más que no sea generarla más? Es la primera vez que se presenta a sí mismo el dilema. No se trata de gastar dinero, sino invertirlo sin considerar en eficiente retribución. “Poner el capital en algo con que yo deje una huella, que se me recuerde por generaciones como a un hombre único; algo que sea más que armar un museo o dos —los hemos hecho de cualquier manera para guardar la memoria de mi fallecida esposa, no llevan mi nombre, no son mi legado—”.
El millonario sueña despierto. Quiere hacer la obra de su vida, la que lo guardará en la memoria colectiva como un gran hombre. No piensa en otra empresa comercial; tampoco se interesa en los protagonistas ni se ha dejado llevar por un súbito sentimiento humanista —“Haré la obra por la que se recordará mi vida como excepcional”—: desea la gloria. “La gloria no es despreciable. Hitler no ganó la gloria sino la ignominia. La gloria es la mejor herencia”.
Urde un plan. Su blanco serán los inmigrantes que pasan por México para intentar alcanzar el país del norte. El millonario no desea hacer negocio de los inmigrantes o a su costa; no los piensa como presas para el comercio, o como compradores de sus bienes y servicios.
Piensa que no puede contar con el apoyo de instituciones gubernamentales mexicanas, de las que naturalmente los sin-papeles huirían (tienen sobrados motivos para temerlas, porque en su peregrinaje policías y ladrones se confunden). Lo que hará es abrirles las puertas de honestas instituciones educativas, eficaces y de punta, y públicas, sin cobro. Se brindará preparación en ciencias exactas y humanidades, y talleres de capacitación. A cada emigrante se le dará la posibilidad de una preparación laboral calificada. También habrán de tener empleo, son personas que buscan trabajo, muchos deben responder por sus familias. La instalación de la universidad atraerá a otros estudiantes, requerirá profesores e investigadores, y con esto será necesario su alojamiento y alimentación, y se generarán empleos. El millonario es un rey Midas, de todas maneras habrá ganancias.
El multimillonario sabe que es posible, no en balde es dueño de un porcentaje de las acciones del gran periódico neoyorkino, lo ha leído, de esa ciudad puede tomar ejemplo: de uno sólo de los planteles de la universidad pública de la ciudad de Nueva York (City College), han egresado nueve premios Nobel; y esa institución (CUNY) está en campaña para apoyar legalmente a inmigrantes a obtener su estancia legal. “¿Por qué no se va a poder?”, se pregunta el millonario. Educar, preparar, capacitar, dar recursos legales para legalizar su estadía, otorgar becas, cuidar a los alumnos con centros alternos para reparar deficiencias de la educación básica. Crear una capa de ciudadanos altamente calificados, convertir al país en una potencia de la física, o cibernética, o …
“Claro que se puede” —dícese el hombre—, “a ver, ¿por qué no? ¿A poco ha sido fácil crear mi emporio, administrar Condumex —autopartes, cables, electrónica, energía—, centenas de Sanborns, Sears, Mixups, América Móvil —Telcel, Telmex, Dish—, y etcéteras?”.
Ojalá esto fuera verdad: que el multimillonario leyera a León Hebreo en traducción del Inca Garcilaso (“aunque las riquezas no son virtudes, a lo menos son instrumento de ellas, porque no podría ejercitarse la munificencia, sin los bienes necesarios y bastantes”), que prestara atención al Gólgota que es México para los inmigrantes, que urdiera esta trama y la hiciera cierta.
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