Ante el contexto de pobreza se ven obligadas a laborar
El montoncito de leña quedó anudado al mecapal. Nereida lo sujeta con
fuerza haciendo dos lazadas para evitar que la madera resbale. Ella
tiene sólo 11 años de edad y la fuerza de una hormiga que carga sobre
sus hombros el peso de la pobreza.
Nereida y su prima Brenda, de ocho años, nacieron entre la serranía mixe en donde las nubes se funden con la tierra siempre productiva. Fueron arrulladas con el aliento del cerro del Zempoaltépetl en la casa empotrada en la ladera.
Ambas integran el 6.8 por ciento de las niñas que realizan alguna actividad económica y del 58.2 por ciento que cubren una triple jornada, ya que combinan el trabajo con la realización de quehaceres domésticos y además estudian, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi).
La jornada inició antes de que despertara el sol. A esa hora junto a su abuela Helena, Brenda y Nereida preparaban el desayuno. En la cocina revolotea el olor a tamal de papa y atole de maíz. A humo, a leña seca, adobe frío y carrizo. La braza brincotea de un lado a otro. Sube y baja rodeando la tiznada olla de frijol. El hervor apacigua el fresco que se desliza en forma de nubosidad.
No es día de escuela, es día de trabajo en el campo donde la lección de vida las espera. La madre de Nereida viajó a Tamazulapan a recibir el dinero que de vez en cuando envía su esposo que emigró a Estados Unidos.
La de Brenda vive en la capital oaxaqueña desde hace un año. Esporádicamente la visita, pero frecuentemente le envía dinero para la manutención. El padre un día abandonó su responsabilidad y desapareció. “Dicen que ya tiene otra familia”, expresa ella con rasgo de resignación.
La abuela Helena, Brenda y Nereida caminan colina abajo en donde crece salpicada la milpa y el frijol, la calabacita y el chayote, la papa y el nabo. Las tierras no son suyas, las niñas y su abuela fueron contratadas. Ellas por 20 pesos el día, la mujer por 100 pesos.
En ocasiones la paga es 20 pesos más alta, pero esta vez quien contrata es otra mujer de edad avanzada que le dedica el poco dinero que tiene a la cosecha anual que representa alimento seguro durante un año.
Helena toma el “garabato” para remover la tierra. Sus manos diminutas rodean con fuerza el bastón de madera que al frente lleva un pico plano y metálico. Lo echa al hombro. Sus pasos de zapatos gastados se internan entre el verde que tiñe la ladera baja. Sobre su cabeza un rebozo dobladito la cubre del sol que a esa hora baña riguroso el paisaje.
“Aquí así vivimos, tenemos lo que necesitamos. Sí, a veces no hay dinero pero teniendo el campo la comida no falta”, expresa la mujer. Su piel está tejida con finas arrugas, el cabello cubierto con un amarillo pálido y grisáceo que se entrelaza hacia atrás. Los años y el peso del trabajo la fueron desvaneciendo. Su menudez se acentúa con el suéter que bailotea en cada zanjada a la tierra.
Con el “garabato” da pequeños golpecitos entre la milpa para liberar las raíces y que éstas puedan crecer con holgura. Mientras tanto, Brenda y Nereida recolectan leña suelta. La apilan en montoncitos hasta lograr dos cargas.
Nereida viste una blusa tejida a rayas blancas y beige que contrasta con su piel morena y el cabello largo y negro brillante. En sus pies, unos tenis de paso en paso van inhalando aire por los orificios del desgaste. El pantalón de mezclilla es dos tallas mayor a su cintura. La niña no refleja la talla de la edad que tiene.
Brenda tiene ocho años y estatura de una niña de seis. Esa mañana amaneció rubicunda por la gripe. A pesar del calor del mediodía va cubierta de pies a cabeza. No se siente del todo bien y lo expresa con su silencio.
Las dos cargas están listas. Es el octavo viaje desde la parte alta de la ladera hacia la casa en donde desmontan. Se colocan la leña a la espalda y bajan ágilmente sin resbalar. “No hay dinero por eso trabajamos, el dinero que ganamos con la leña es para el gasto de la casa”, dice Nereida.
La jornada no termina, quizá tomen un descanso, pero la actividad se prolonga hasta las seis de la tarde cuando el sol va dejando de alumbrar.
TRABAJO INFANTIL
Desde el punto de vista del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), el trabajo infantil constituye una violación a los derechos de la niñez porque “es un obstáculo para el desarrollo social y económico, ya que socava las competencias de su futura fuerza laboral y favorece la transmisión intergeneracional de la pobreza, al tiempo que perpetúa las desigualdades existentes”.
Lo anterior no es atribuible a las familias, sino a la falta de fuentes de empleo para garantizar el acceso a todos los Derechos Humanos de manera integral.
Datos del Módulo de Trabajo Infantil (MTI) 2015 de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE) muestran que hay 2.5 millones de niñas, niños y adolescentes de cinco a 17 años de edad que realizan alguna actividad económica, de los cuales 32 por ciento son mujeres y 68 por ciento son hombres.
Del total de población femenina infantil y adolescente, 6.8 por ciento realizan alguna actividad económica, de ellas más de la mitad (58.2 por ciento) cubren una triple jornada, ya que combinan el trabajo con la realización de quehaceres domésticos y además estudian, mientras que 31.7 por ciento trabaja y realiza tareas en el hogar, pero no va a la escuela.
En cuanto a los trabajos que realizan, la mayor proporción (32.1 por ciento) son comerciantes o empleadas de comercios establecidos; 16 por ciento son trabajadoras o ayudantes, industriales o artesanales; una de cada 10 trabaja en servicios domésticos y un porcentaje cercano aunque menor (8.5 por ciento) corresponde a vendedoras ambulantes. La encuesta del Inegi no contempla el trabajo de las niñas en el campo.
Por: Citlalli López Velázquez, corresponsal
Cimacnoticias | Santa María Yacochi, Oax.-
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