A 23 días de los hechos de Culiacán,
Sinaloa, en los que según la narrativa de la Secretaría de la Defensa
Nacional (Sedena) un convoy militar fue emboscado por un grupo armado
con saldo de cinco soldados muertos y 10 heridos, no existen datos
periciales, de balística ni criminológicos de una autoridad competente
que permitan saber qué ocurrió y cómo, ni quiénes fueron los atacantes y
cuál fue el móvil.
Si bien el pasado 22 de octubre, en presencia del comandante de la
novena Zona Militar, general Rogelio Terán, el titular de la
Subprocuraduría Especializada en Investigación y Delincuencia Organizada
(Seido), Gustavo Salas Chávez, aseveró que se tiene
claramente establecido el móvil, la cadena de decisiones y acciones ilícitas que motivaron la emboscada, así como
el número de delincuentes que participaron y a qué organización pertenecen, se reservó nombres y motivos. Asimismo, dijo que hay
varias personasdetenidas, pero no especificó cuántas ni quiénes son. Por lo que desde el punto de vista informativo no aportó ningún dato nuevo y todo queda sujeto a la especulación.
No obstante, a partir de un video filtrado a un medio televisivo por
mandos castrenses, sobre un evento anterior en el poblado de
Bacacoragua, municipio de Badiraguato, donde se observa a dos soldados
que asisten a una persona herida (que en el relato de la Sedena y la PGR
es identificada como Julio Óscar Ortiz Vega, presunto delincuente), se
construyó y desencadenó toda una trama, que, con base en un encendido
discurso del titular de la Defensa, general Salvador Cienfuegos −quien
definió el ataque como
alevosoy
cobardey a los ejecutores de la emboscada como
enfermos, insanos, bestias criminales−, llevó a un grupo de columnistas de Estado a impulsar una campaña de intoxicación mediática con una matriz de opinión que puso el acento en el
hartazgoy el
fastidiocastrense, la
sordera civily el supuesto
abandonoen que se tiene al Ejército. Lo que sumado al
desgastedel instituto armado, descrito en un discurso posterior del jefe de la Sedena,
pusoen la agenda político-parlamentaria la necesidad de regular ya la intervención militar en tareas de seguridad pública.
La sucesión de hechos en apariencia inconexos: la emboscada, el
malestar castrense, el renovado patriotismo de los formadores de
opinión públicay la consecuente
necesidadde una nueva legislación sobre seguridad interior, el estado de excepción (o de emergencia) con suspensión de derechos humanos y garantías, y la prolongación de la intervención de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública (o policiales) que lleva ya 10 años, tiene en su origen algunos puntos oscuros.
El evento de Badiraguato, la construcción narrativa sobre el enigmático y elusivo “alias Kevin” (Julio Óscar Ortiz Vega, supuestamente rescatado por las
bestias criminales), quien vestía un uniforme similar al de los dos soldados que presuntamente le
salvanla vida en el video y con quienes sostiene un diálogo inusual (por
humanitario) entre un delincuente y elementos del Ejército tras un enfrentamiento −mismos que además después murieron en una emboscada de precisión militar que rompe la tendencia y el modus operandi−, con todo y su dramatismo real o ficticio, puede ser una cortina de humo (la fabricación de una noticia que cause el impacto esperado desplazando a la anterior) para pasar a una nueva fase de militarización del país, en momentos en que más de un centenar de organizaciones de la sociedad civil demandan al gobierno de Enrique Peña Nieto que cumpla con las 14 recomendaciones formuladas al Estado mexicano por el Alto Comisionado para Derechos Humanos de la ONU, Zeid Ra’ad Al Hussein, y se adopte un cronograma para el retiro de las fuerzas armadas de las funciones de seguridad pública.
La emboscada que profundizó el
desgastedel Ejército (general Cienfuegos dixit) y reactivó en los círculos parlamentarios la discusión sobre la ley de seguridad interior, en particular sobre la ley reglamentaria del artículo 29 constitucional, podría resultar muy peligrosamente tentadora para la imposición de un régimen autoritario de nuevo tipo.
Cabe consignar que, en su origen, la intervención militar en el
combate a las drogas, se dio en el contexto de una doctrina de seguridad
hemisférica impulsada por Estados Unidos desde los años 90 del siglo
pasado. Desde entonces, la tendencia hacia una militarización y
trasnacionalización de la
guerraa las drogas contribuyó al reforzamiento y a la relegitimación del papel doméstico de las fuerzas armadas y de cuerpos policiales militarizados, estrategia diseñada por Washington en detrimento de las tendencias regionales hacia la democratización de sus sociedades, la desmilitarización y una mayor protección de los derechos humanos.
Desde entonces, también, el estado de derecho en países como México
se fue transformando en un cascarón vacío, donde las funciones y las
instituciones garantes de un sistema democrático siguieron existiendo
como estructura, pero en lugar de cumplir con sus mandatos
constitucionales, se pusieron al servicio de los intereses de la
plutocracia y sus administradores civiles, borrando cualquier garantía
constitucional, erigiendo la impunidad a regla de convivencia civil, en
un proceso de contaminación y resquebrajamiento que se ha venido
profundizando hasta nuestros días.
A todas luces México no es un Estado democrático de derecho. Durante
el sexenio de Peña Nieto la descomposición del principio de legalidad y
la vulneración flagrante de los derechos humanos se han profundizado.
Así lo revela el más reciente estudio del World Justice Project 2015, de
Washington, DC, que ubica a México en el lugar 79 de 102 países
estudiados, reprobado con una calificación de 0.47, debajo de Burkina
Faso, Tanzania, China y Túnez.
En ese contexto, el actual dictamen de la Ley Reglamentaria del
Artículo 29 constitucional, cuyo contenido forma parte de las garantías
individuales, es una pieza jurídica propia de un Estado autoritario.
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