10/24/2016

¿Quién no acepta la derrota?



John M. Ackerman
La Jornada 
Cuando Donald Trump señala que solamente aceptará los resultados electorales si le son favorables, sigue fielmente el guión de sus amigos del PRIAN. Estos dos partidos jamás han aceptado su derrota en las urnas.
En 1988, Carlos Salinas de Gortari robó la elección presidencial de manera descarada de las manos de Cuauhtémoc Cárdenas. Y para esconder las evidencias del atraco, el innombrable después mandó a destruir las boletas electorales con el apoyo del panista Diego Fernández de Cevallos.
En 2006, Felipe Calderón y Vicente Fox le arrebataron el triunfo, haiga sido como haiga sido, a Andrés Manuel López Obrador con una guerra mediática ilegal y un fraude electoral sin precedente en la historia de México. Y hace cuatro años, Enrique Peña Nieto dio portazo a Los Pinos por medio de un oprobioso coctel de dinero de dudosa procedencia, compra del voto, hackeo informático, autoridades electorales parciales, encuestas amañadas y manipulación mediática.
Trump, Salinas, Calderón y Peña Nieto son todos traidores a la democracia. No respetan a sus pueblos correspondientes y buscan imponer a toda costa sus reformas corruptas, anti-mexicanas y retrógradas.
En contraste, López Obrador ha dado claras muestras de su compromiso con el proceso democrático. Aún a pesar de los constantes fraudes en su contra, el tabasqueño se niega a tirar el tablero. No ha modificado un ápice su férreo compromiso con la conquista pacífica del poder por la vía electoral.
Cuando le robaron la elección para gobernador de Tabasco, en 1994, López Obrador convocó a grandes movilizaciones, pero jamás auspició o promovió la violencia. En 2006, las marchas multitudinarias y la ocupación temporal de avenida Reforma dieron cauce a la enorme indignación ciudadana, pero nunca rebasaron los límites de la convivencia democrática. Y tanto en 2006 como en 2012 López Obrador demostró gran respeto para las instituciones públicas recurriendo a las instancias correspondientes con la ley en la mano para impugnar la validez de la elección.
La valiente lucha de López Obrador por la transparencia electoral y el respeto a la soberanía popular contrasta con la pasividad cómplice de figuras como Al Gore o Bernie Sanders. En las elecciones presidenciales de 2000, Gore recibió más votos que George W. Bush, pero el conteo desaseado de votos en el estado de Florida, la exclusión de miles de afroamericanos del padrón electoral y la indolencia de la Suprema Corte, colocaron a Bush en la Casa Blanca.
Gore tenía una oportunidad de oro para sacudir al sistema, pero en lugar de defender con dignidad su triunfo y la soberanía popular, privilegió sus intereses personales. El candidato demócrata se retiró a su casa para gozar la vida, escribir su próximo libro y prepararse para recibir el Premio Nobel.
Sanders ha seguido el ejemplo de Gore. Hillary Clinton y el Partido Demócrata recurrieron a todo tipo de artimañas para sacar a Sanders de la jugada durante las elecciones internas, pero en lugar de exigir que se limpiara el proceso electoral y demandar una reforma en los estatutos del partido, Sanders prefirió levantar el brazo de Clinton y hacer campaña en favor de la candidata de Wall Street y del Pentágono.
El silencio de personajes como Gore y Sanders ha permitido que el sistema político estadunidense se mantenga como uno de los más atrasados del mundo. Por ejemplo, ahí el presidente de la república no es electo directamente, sino de manera descentralizada por un colegio electoral. Ello obliga a los candidatos a enfocar sus campañas únicamente en una docena de estados bisagra ( swing states), en lugar de apelar al electorado nacional en su conjunto.
Estados Unidos tampoco cuenta con un organismo electoral autónomo, sino que existe una infinidad de maneras diversas para votar, dependiendo de la idiosincrasia de cada municipio. Y quien organiza los debates presidenciales es una asociación civil financiada por la cerveza Budweiser que excluye a los candidatos que no sean de los dos partidos políticos dominantes.
Tampoco hay regulación de la increíble cantidad de financiamiento privado que fluye a cada uno de los candidatos. Durante el actual proceso electoral se han recaudado más de mil millones de dólares entre todos los candidatos presidenciales. Asimismo, no hay esfuerzo alguno por regular los medios de comunicación, y la constante intervención del presidente en funciones enturbia las campañas políticas.
La tasa de participación en las elecciones presidenciales en Estados Unidos se encuentra entre las más bajas del mundo. Solamente un poco más de 50 por ciento se toman la molestia de votar. Y casi 6 millones de personas, entre ellas una cantidad desproporcional de afroamericanos y latinos, tienen suspendidas sus derechos al sufragio por haber sido condenadas por algún delito.
En Estados Unidos no elige el pueblo, sino el poder. El país vecino del norte no debe ser tomado como un ejemplo a seguir sino como un antimodelo para el futuro desarrollo político de México.
Twitter: @JohnMAckerman

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