By Marcos Chávez * @marcos_contra
Se
pregunta el politólogo Alberto Aziz Nassif: “¿La salida de Videgaray
fue por el deterioro económico más el error diplomático o sólo por este
último?”. “La respuesta no la sabremos”, agrega Aziz, “pero el resultado
fue un aterrizaje forzado, 24 horas antes de presentar el paquete
económico al Congreso, [lo que] no suena como una decisión meditada,
sino como una urgencia. El reemplazo puede sonar aparatoso, pero en
realidad todo queda en la misma mentalidad económica. Meade hará
prácticamente lo mismo que su antecesor. [Él es] una suerte de ‘bueno
para todo’ (ha estado en Energía, Hacienda, Sedesol y Relaciones
Exteriores). Es tan confiable que fue casi el único que defendió el
resultado del resbalón diplomático y dijo que “México ganó con la visita
de Trump”.
En efecto, fue un “aterrizaje forzoso” y “aparatoso”
para sus aspiraciones políticas, e igualmente sorpresivo para los
“mercados” y la propia víctima propiciatoria.
Pero resulta difícil
aceptar que un simple “resbalón diplomático” haya sido suficiente para
que saliera eyectado alguien que durante 3 años y 9 meses se placeó con
la soberbia de un vicepresidente de facto, despótico, con oídos sordos
para sus funciones hacendarias y fotogénico para los reflectores y la
plaza pública –aunque con el tiempo su impostada sonrisa se había
trastocado en un fruncido gesto–, y con la seguridad de quien se sentía
agraciado por los dioses para heredar el trono en 2018.
“No
todo es Trump”, coinciden en señalar varios analistas empresariales
como Alberto Ramos, de Goldman Sachs, Luis Alarcón, de DerFin, Carlos
González, de Monex, o Alfredo Coutiño, de Moody’s. Otros factores
internos y foráneos “hacen lucir mal a México” y en parte explican la
violencia especulativa contra el peso: los bajos ingresos petroleros,
el prolongado desequilibrio público, la ampliación del déficit externo,
el nivel de la deuda que llegó a terrenos peligrosos, el bajo
crecimiento económico, el insuficiente paquete económico para 2017 que
mantiene la vulnerabilidad económica ante las contingencias externas, la
corrupción, la inseguridad, la incertidumbre ante el panorama electoral
de 2018. (El Financiero, 20 de septiembre de 2016).
Sin
embargo, esos y otros aspectos que inquietan a esos y otros analistas, y
que integran un coctel económico y sociopolítico explosivo, son un
sentido común a estas alturas del sexenio peñista, y resultan poco
convincentes para aceptar que ellos, combinados con el “tropiezo”,
fueron las causales de su despido.
Al
cabo, el sistemático deterioro económico, la desestabilizadora
incertidumbre internacional, que tomó desprevenido a Videgaray, ocupado
en otros menesteres más rentables políticamente, y la descomposición de
las expectativas, no son nuevos. Por el contrario, han sido han la
constante del mandato peñista y de otros gobiernos desde que se
eliminaron los controles económicos y financieros internos y externos,
se integró al país al mercado mundial y se desmantelaron la estructura y
las regulaciones del Estado que lo convirtieron en un enano autista.
Esa
situación ha sido agravada por la indolente actuación de Agustín
Carstens y del difunto político extitular de Hacienda –hasta nuevo
aviso–, fundamentalistas del laissez faire, laissez passer, le monde va de lui mé-me (dejad hacer, dejad pasar, el mundo funciona por sí mismo)”.
El
Banco de México (Banxico) por ejemplo, recién señaló que vigilará
especialmente la evolución del tipo de cambio, entre otros determinantes
de la inflación, y que ajustará su política monetaria, es decir, que
subirá las tasas de interés, en el momento y magnitud que considere
necesario, en aras de mantener la estabilidad de los precios al
consumidor y sus expectativas bien ancladas (La Jornada, 21 de septiembre de 2016).
La
principal tarea del Banxico es cuidar el valor de la moneda por medio
de la administración indirecta de la inflación –no directa: de costos o
de la especulación de precios–, por medio del alza o la baja de los
réditos, entre otros instrumentos. Desde diciembre de 2015 se observa un
aumento lento de ésta, en parte debido a los abusivos aumentos de los
precios y servicios públicos –gasolinas y electricidad–: la tasa
anualizada pasó de 2.1 por ciento a 2.9 por ciento en la primera
quincena de septiembre de 2016. Por ello, no será extraño que, en
efecto, en cualquier momento, cuando bordeé la meta anual de precios (3
por ciento, +/- 1 punto porcentual), el Banxico eleve su tasa de
referencia; después sucederá lo mismo con los demás réditos, lo que
afectará el costo del crédito al consumo y la inversión, y por
añadidura, al escuálido crecimiento económico.
Al banco central le
preocupó en algún momento el carrusel especulativo contra el peso, ante
los eventuales efectos postinflacionarios de la devaluación que, por su
magnitud y en el nivel en que se ubica la paridad, ya trascendió a la
depreciación: el encarecimiento del precio de las importaciones de
bienes y servicios, efecto que empezó a computarse imperceptiblemente en
los precios de las compras externas y, en general, los del consumidor y
del productor, desde septiembre de 2015, aunque para la quisquillosa
población el palpable arañazo resentido en sus bolsillos sea algo más
que una disquisición estadística.
El hecho es que, según dijo
Carstens a la Comisión de Hacienda del Senado, a principios de abril,
que los dólares subastado para tratar de desinflar la burbuja cambiaria
implicó un costo hemorrágico de 30 mil millones de dólares de reservas
internacionales.
Después,
dicho instituto abandonó su papel de “gran subastador” de las divisas
de sus reservas y regresó a su sopor, con la eufórica orgía especulativa
a su lado, y un peso que, con altibajos, ha seguido su espiran
descendente a los infiernos. La suerte de la moneda quedó en las
maniacas manos de los especuladores.
Es el juego del laissez faire, laissez passer.
¿Qué
otra cosa pueden hacer el gobernados y los cuatro subgobernadores, más
que tirarse en la hamaca, si, según ellos, los culpables están afuera y
no se puede hacer nada?
Los gravámenes a los flujos de capital de
residentes y no residentes, los plazos de permanencia, los encajes a los
intermediarios, la supervisión en las operaciones de los paraísos
fiscales, entre otras medidas, como ha propuesto economistas como Barry
Eichengreen o James Tobin, e impuestas en Malasia, Argentina o Chile,
por citar algunos casos, son herejías.
No porque sean ineficaces,
sino porque son como el diablo. Aatentan en contra de sus principios
teológico-ideológicos neoliberales; de su militancia en la internacional
del “consenso” (de Washington) de gobiernos y naciones, globalmente
arruinados con el reciente colapso sistémico; los intereses de las
corporaciones que han depositado en ellos su “confianza”, como recuerda
el economista Arturo Guillén Romo.
El castigo para los herejes,
como sucedió con la argentina Cristina Fernández, es la expulsión del
rebaño y el infierno de la marginación de los mercados de capitales.
La situación de la paridad, empero, dista de ser estable. La depreciación se volvió macrodevaluación.
En la lógica de los Criterios de política económica
de 2013-2017 la paridad media nominal se tasó en una revaluación
promedio anual de 0.5 por ciento. Ello hubiera implicado que al término
de 2017 la paridad media sería similar a los 13.01 pesos por dólar
registrado al cierre de 2012. En sentido práctico, el atraso cambiario
implicaba una mayor sobrevaluación, equivalente a la revaluación más la
tasa de precios acumulados, y el abaratamiento artificial de las
importaciones, para felicidad de Carstens, ya que restaría presiones a
la inflación y la pondría en línea con el nivel de precios esperado con
el alcanzado. Nada importaba ello afectaría a la producción local.
Pero la realidad es casquivana.
Entre
2013 y la primera mitad de 2014 la paridad media corriente evolucionó
según lo planeado: se revaluó 0.1 por ciento, en promedio anual y medio
anual, gracias al masivo ingreso de petrodólares y de capitales
foráneos, símbolo de la “confianza” de los inversionistas en el régimen,
según rezaba la propaganda gubernamental y la de sus jilgueros analistas, repetidores de boletines oficiales.
Pero
en la segunda mitad de 2014 la depreciación media fue de 13 por ciento;
en 2015 de 17 por ciento; y hasta el 21 de septiembre de 2016, con el
nuevo episodio especulativo que elevó por unos días a la paridad por
arriba de los 20 pesos por dólar, de 14 por ciento. La pérdida acumulada
es de 50 por ciento. En justicia de los perseverantes especuladores, se
tiene el derecho de decir que lo anterior es una macrodevaluación y no
una vulgar depreciación.
En otras circunstancias, ese fenómeno
hubiera infartado al nervioso doctor Carstens. Pero apenas le ha
alterado el sueño porque no se disparó la inflación que, decentemente
comportada, se mantuvo en la banda de 3 por ciento, +/- 1 punto
porcentual, salvo en 2014, cuando fue de 4.1 por ciento: nada del otro
mundo.
Exultante, Carstens agregó ante la Comisión citada, cuando
la paridad bajó de los 18 pesos, que ello se debió “a las medidas
tomadas por las autoridades financieras” y a los cabalísticos “vientos a
favor [que] también nos han ayudado a bajarlo”. Días después esos
furiosos vientos globales elevaron el precio del dólar en poco más de 20
pesos y, luego, más calmos, en forma de brisa marina nocturna,
atenuaron la presión sobre la paridad, en espera de su próximo
incremento.
Es conocido que las metáforas no son el fuerte de
Carstens y que su conocimiento cambiario es como el de la locutora
Andrea Legarreta.
Lo que no dijo Carstens, porque seguramente no
le importa, al menos por el momento, fue la razón, o una de ellas, del
por qué los efectos inflacionarios de la macrodevaluación no se han
transmitido hacia la estructura de precios, y por qué los productores y
comercializadores no han trasladado plenamente los altos precios de las
importaciones al resto de la economía.
La explicación es sencilla.
Por
un lado, se debe al desplome económico. Entre los segundos trimestres
de 2010 y de 2012 la tasa de crecimiento media real fue de 4.7 por
ciento. A partir de ese momento hasta el mismo trimestre de 2016 fue de
2.3 por ciento.
Por
otro lado, por la debilidad del consumo y la inversión productiva,
sobre todo la estatal. Con Vicente Fox el primero aumentó a una tasa
media anual sexenal de 2.9 por ciento; con Felipe Calderón de 2.3 por
ciento y en lo que va del peñismo, hasta primer trimestre de 2016 es de
2.4 por ciento. Con Calderón el consumo público fue de 2.6 por ciento y
con Peña Nieto de 1.3 por ciento.
Con Ernesto Zedillo la inversión
creció a una tasa media real anual de 5.7 por ciento; con Fox en 3.7
por ciento; con Calderón 2.6 por ciento; con Peña Nieto en 1.4 por
ciento. Con Calderón la inversión pública creció en 2 por ciento y con
la actual administración decreció 6.7 por ciento.
Lo anterior,
sumado a la devaluación, se refleja en el derrumbe de las importaciones
de mercancías. Con Calderón el total de bienes creció 7.7 por ciento,
los de consumo 8.8 por ciento, los intermedios 8.1 por ciento y los de
capital 4.9 por ciento. Con Peña Nieto 0.5 por ciento, -0.9 por ciento,
-6.2 por ciento y 0.3 por ciento, en cada caso.
En enero-julio de
2016, las importaciones totales decrecieron 4.4 por ciento, las de
consumo 7.6 por ciento, las intermedias en 32 por ciento y las de
capital 6.6 por ciento.
Con una paridad que se mueve en forma del juego mecánico de “montaña rusa”: ¿quién puede planear?
Al menos no pudo hacerlo Videgaray mientras regenteó Hacienda.
El enigmático viento que favoreció a Carstens fue desafortunado con Videgaray.
Peor
aún. El derrumbe de los precios del crudo y de otras materias primas,
el incierto crecimiento estadunidense que repta por el suelo o el giro
en la política monetaria de la Reserva Federal, entro otros fenómenos
nada meteorológicos, provocaron el desplome de petro-exportaciones, de
los ingresos fiscales y de los capitales flujos de capitales que
comprometieron el financiamiento del crecimiento, del estado y de las
cuentas externas, así como el costo del endeudamiento internacional.
En
el caso de las finanzas públicas, los ingresos petroleros nominales de
2013 fueron menores en 87 mil millones de pesos (mmp) con relación a los
captados en 2012; en 2014 en 158 mmp; en 2015 en 341 mmp y en
enero-julio de 2016 en 86 mmp. En total, 667 mmp.
Esos desordenes
incontrolables desmadraron desde el 2014, y para lo que resta del
peñismo, los fundamentos de la política económica y la fiscal. Desde el
momento en que Videgaray enviaba esas iniciativas al Congreso y éste las
aprobaba, la realidad había cambiado varias veces y se tornaba más
sombría, por lo que siempre quedaron desfasados en el tiempo,
obligándole a improvisar sobre la marcha, con desdichada fortuna.
Videgaray
hizo lo exige el manual de la ortodoxia: recortar todo el gasto posible
por cuadrar las hojas de balance del estado. Y obtuvo los mismos
fracasos conocidos.
El país navegó desde 2014 a la deriva.
Al final, el consejero del Príncipe terminó en calidad de chivo expiatorio, según The Economist,
debido a un desafortunado “error [de] cálculo político”, aunque,
agrega, su sacrificio fue inútil porque de nada sirvió para revertir del
desplome en “los índices de aprobación [del] señor Peña, [cuyos niveles
son los] más bajos [registrados por] cualquier presidente de este
siglo”.
El semanario inglés se lamenta que el sustituto, José
Antonio Meade, sea “más tecnócrata que político” (“A Mexican minister
falls. The cost of an unwanted guest”, 10 de septiembre de 2016).
Pero Videgaray también es más tecnócrata que político. Y como técnico diplomático resultó peor.
Como
responsable de la política económica y de la hacienda pública del
peñismo, siempre descuidó a la economía. La dejó en “piloto automático”
mientras se dedicaba a promover las contrarreformas y su imagen
presidenciable. El resultado obtenido fue similar a que tuvo como aprendiz de brujo en la diplomacia: el desastre.
En realidad, Videgaray fue despedido tardíamente. Después de los acontecimientos.
Lo
único rescatable de su paso por la Secretaría de Hacienda fue la
aprobación de las contrarreformas estructurales de nueva generación, la
reprivatización energética y el desmantelamiento de los beneficios
laborales, entre otras. Pero éstas fueron producto del autoritarismo,
más que de la negociación, el consenso y la inclusión que ennoblecen a
política y el uso democrático del poder.
Dícese que Ernesto
Zedillo dijo que le habían entregado una economía “prendida con
alfileres”, a lo que Pedro aspe respondió ásperamente: “¡Para qué se los
quitaron!”. El colapso del modelo neoliberal mexicano en 1994 dejó a la
economía en calidad de zombi, el cual sobrevive hasta la fecha.
Como su (¿ex?)gurú, Aspe (¿su próximo jefe?), Videgaray lega al milhusos Meade una economía “prendida con alfileres”. Al borde del precipicio.
El
reto de Meade será administrar el fracaso, evitar que se desprendan los
clavillos y que le estalle la bomba en las manos, como le ocurrió a
Zedillo y Jaime Serra con la que le heredaron los salinistas.
Meade, el tecnócrata genéricamente intercambiable
–lo mismo vende sus servicios a panistas que priístas–, enfrentará la
crisis actual y la política económica y fiscal para 2017-2018 con la
propuesta videgaryana, basada en el método de la tijera indiscriminada,
como dicta la rancia y desprestigiada tradición monetarista de ajuste
fiscal y económica. Pero Mede no le hace gestos porque también es un Chicago boy. Él es la garantía del cambio gatopardista.
De los resultados que obtenga dependerá el sueño que le contó a sus amigos: “voy a ser Presidente de la República”.
Marcos Chávez M.
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