Eso es lo que representa el capitán retirado del Ejército y político
ultraderechista brasileño Jair Bolsonaro: el cambio en un país harto de
la violencia y la corrupción, dos temas que en México también definieron
la elección del izquierdista Andrés Manuel López Obrador como
presidente.
Y como los ciclos políticos suelen ser pendulares, los brasileños
optaron por un exmilitar de mano dura, homofóbico y racista tras tres
gobiernos recientes del izquierdista Partido de los Trabajadores (PT),
mientras los mexicanos decidieron virar a la izquierda tras décadas de
neoliberalismo del PRI y del PAN.
Al PT, los brasileños le cobraron la corrupción de sus líderes. Luiz
Inácio Lula da Silva, el obrero metalúrgico que llegó a la Presidencia
de Brasil en 2003 y que logró sacar de la pobreza a 30 millones de sus
compatriotas, cumple una sentencia de 12 años por cargos de peculado.
Bolsonaro, a quien Lula aventajaba en las encuestas antes de que la
justicia impidiera al expresidente participar en estos comicios,
capitalizó la indignación ciudadana con los escándalos de corrupción en
la petrolera estatal Petrobras y de la constructora Odebrecht, que
salpicaron a toda la clase política de ese país, inclusive al actual
gobernante Michel Temer.
Como López Obrador en México, Bolsonaro ganó los comicios del domingo
con amplitud y contundencia. Obtuvo el 55 por ciento de los votos,
contra el 44 por ciento para el izquierdista Fernando Haddad, el
candidato de Lula.
Lo llamativo de los procesos políticos de alternancia en el poder que
se desarrollan en México y en Brasil es que tienen un origen común –el
hartazgo ciudadano frente a sus gobernantes y la clase política
tradicional—, pero las opciones de cambio decididas por los electores no
sólo son diferentes entre sí, sino antagónicas, a pesar de que parten
de diagnósticos similares.
Tanto Bolsonaro como López Obrador han dicho que quieren “pacificar” a
sus países, que atraviesan por periodos de violencia sin precedentes.
Pero mientras el presidente electo de México impulsa un proceso de
diálogo con las víctimas de la violencia para transitar hacia una
fórmula de paz que contemple amnistías a los eslabones más débiles de la
cadena del narcotráfico y rebajas de penas a los criminales que se
sometan a la justicia, Bolsonaro habla de más represión y mano dura.
El futuro gobernante de Brasil apuesta por ampliar la posesión de armas entre la población para defenderse de la delincuencia.
De acuerdo con Bolsonaro, las armas son “objetos inertes que pueden
usarse para matar o para salvar vidas” y cada ciudadano debe tener
derecho a poseer un arma de fuego que le permita ejercer su derecho a
“la legítima defensa”.
También buscará que los policías gocen de una virtual inmunidad
cuando matan a un presunto delincuente a fin de propiciar una doctrina
de “tolerancia cero” frente al crimen.
“Primero dispara y después investiga”, ha dicho el próximo presidente
de Brasil, que es uno de los países más violentos del mundo, al igual
que México.
El año pasado, Brasil registró 63 mil 880 homicidios, 175 cada día en
promedio. La tasa de asesinatos fue de 30.8 por cada 100 mil
habitantes.
México, también en 2017, tuvo una tasa de homicidios de 25 por cada
100 mil habitantes y la violencia figura como la principal preocupación
de los ciudadanos.
Será interesante ver cuál de las dos estrategias produce más y
mejores resultados durante los próximos años, si la de mano dura de
Bolsonaro, o la de ensayar políticas alternativas frente al crimen
–incluso la despenalización de algunas drogas—, como propone López
Obrador.
Los dos coincidirán como presidentes de sus respectivos países al menos durante los próximos cuatro años.
El periodo de gobierno de Bolsonaro iniciará el próximo 1 de enero y
concluirá en 2022, pero el controvertido exmilitar de 63 años de edad
podrá reelegirse para un nuevo periodo de cuatro años.
El “Trump brasileño”, le dicen en su país por sus coincidencias de estilo con el mandatario estadunidense Donald Trump.
La carrera política del futuro presidente de Brasil está marcada por
sus posturas homofóbicas, racistas, misóginas y a favor de la tortura,
la pena de muerte y la dictadura que gobernó su país entre 1964 y 1985.
Para combatir la corrupción, Bolsonaro promete un “gobierno decente,
diferente a todo lo que nos llevó a una crisis ética, moral y fiscal”.
En ese gobierno, el presidente electo nombrará como ministros “al
menos a cinco generales”, lo que según ha dicho se traducirá en un
manejo más honesto de los recursos públicos.
Además, ha dicho que enviará al Congreso para su aprobación una
iniciativa anticorrupción de la Fiscalía Federal que incluye medidas
como la protección de los informantes que denuncien a los corruptos,
penas más severas a los funcionarios públicos que incurran en
enriquecimiento ilícito y la simplificación de los procesos penales para
evitar la impunidad de quienes desfalquen las arcas del gobierno.
En el tema de corrupción, la propuesta de Bolsonaro –quien ha sido
diputado federal por siete periodos consecutivos– no es muy distinta de
la de López Obrador, quien también ha prometido un gobierno honesto y
austero y ha dicho que gobernará con el ejemplo.
Ambos tienen fama de incorruptibles y ninguno registra en su paso por
la política acusaciones de corrupción. Los dos recibirán países
marcados por el desencanto de los ciudadanos y la expectativa de cambio.
Sus diferencias ideológicas son claras. Lo que habrá que ver es qué estrategias funcionan mejor desde el gobierno.
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