La elección de AMLO y la
mayoría que consiguió en el Poder Legislativo y en los gobiernos
estatales y locales ha provocado, entre otras cosas, el inicio de una
aproximación distinta al debate de la ideología liberal en el país.
Distinta sobre todo en un aspecto relevante y que es llevarla más
allá del entorno en el que se daba, circunscrito en una de sus
expresiones preponderantes que es el de las consecuencias del
neoliberalismo económico que se gestó en la década de 1980.
Las políticas neoliberales fueron entonces promovidas decisivamente
por el FMI y se codificaron política y técnicamente de modo pragmático
en el llamado Consenso de Washington, junto con la configuración de la
globalidad de los mercados. Aquí se adoptaron con bastante rigor.
Desde finales de aquella década la política económica y social se
implementó bajo ese manto, con distintas modalidades y adaptaciones
características de esta sociedad, lo que es inevitable. Finalmente
provocó un desgaste progresivo hasta el contundente colapso de los
partidos políticos y la burocracia gubernamental en la elección de 2018.
Valedores y críticos de tal esquema de gestión política tenían, en
realidad, pocos puntos de contacto. Los primeros se impusieron durante
30 años y los segundos sustentaron sus posturas en una concepción del
Estado que no pudo traspasar un lugar marginal en la disputa del poder.
La puerta se abrió en julio para una redefinición en este terreno.
Me parece un hecho positivo que se rebasen los límites de aquella
discusión que, con argumentos técnicos ubicados preferentemente en
materia de la gestión fiscal y monetaria, impuso una especie de camisa
de fuerza que, aunque sigue prevaleciendo cuando menos nominalmente,
puede resentir algunas fisuras. Eso está aún por verse. Hay, al
respecto, diversas disyuntivas.
El liberalismo, decía Antonio Machado en voz del profesor Juan de
Mairena, es asunto de ingleses, marinos y boxeadores. Para empezar no
está mal, por las referencias que evoca. Pero una cosa debe quedar
clara: no hay una sola vertiente del pensamiento liberal, por más que la
economía como disciplina académica haya propagado una idea de la
mano invisibleen la que no se reconocería el mismo Adam Smith.
En un reciente artículo, Carlos Bravo y Juan Espíndola ( Letras Libres,
No. 237) recuerdan precisamente tal diversidad y ubican los
significados y contenidos del pensamiento liberal en México. Apuntan a
su alcance, sus limitaciones y algunas de sus perspectivas. Una postura
más típica del debate actual, relativa a la fragilidad de los sistemas
democráticos la ofrece Silva-Herzog Márquez ( Nexos No. 488).
Falta mucho trabajo al respecto y es necesario emprenderlo. El país ya
no es el mismo y el escenario que hay enfrente es por ahora incierto y
confuso.
La discusión sobre el liberalismo y los embates sobre la democracia de ese signo se extiende ampliamente en el mundo. El fin de la Historia de
Fukuyama se ha encontrado a sí mismo en un callejón sombrío. La crisis
liberal en Estados Unidos es patente, como ocurre también en Europa y en
nuestra parte de América.
Hay una postura que intenta abordar esta crisis a partir del análisis
de las concepciones de las élites liberales, sobre todo luego de la
crisis financiera de 2008 y la elección de Trump; o bien, de las
dificultades en la que se metieron los conservadores británicos, o más
bien, los ingleses con el Brexit; los populares en España, los socialistas en Francia; los priístas en México; la lista es larga.
Dicho análisis puede resumirse en el hecho de que los liberales
dentro y fuera del gobierno se alejaron cada vez más de las cuestiones
asociadas con las clases sociales y las crecientes dificultades
económicas de grandes contingentes de la población. En México la
cuestión tiene, claro está, sus propios matices.
Las diferencias económicas y la desigualdad social afectan de manera
absoluta y relativa, son parte de la existencia cotidiana y no se
esconden en los indicadores que se utilizan para demostrar que el nivel
de vida de la gente ha crecido en años recientes en el entorno de la
globalidad.
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