El tema comenzó a ser un problema inquietante en la agenda
México-Estados Unidos desde el verano de 2014. Ese año, el aumento
inesperado de cientos de menores centroamericanos no acompañados que
ingresaron a los Estados Unidos dio lugar a una crisis humanitaria que
ocupó primeras planas en la prensa internacional. El presidente Obama
solicitó entonces ayuda urgente a México para detener el paso de los
niños y, en general, de migrantes centroamericanos. Desde entonces, las
deportaciones desde México han ido en aumento y las peticiones de los
estadunidenses para incrementar la responsabilidad de nuestro país en
frenar la migración hacia el norte son cada vez más frecuentes.
A pesar de que la situación anterior es un fenómeno muy conocido,
sobre el que se han publicado numerosos estudios en México y Estados
Unidos, la caravana de migrantes que recorre México desde hace una
semana ha sorprendido a la opinión pública nacional e internacional.
Diversas circunstancias la convierten en un caso llamativo e
inquietante.
Sorprende, en primer lugar, la dimensión del contingente. No es
normal que los migrantes en tránsito lleguen en un grupo que oscila,
según datos aproximados, entre 4 y 5 mil personas. Tampoco es común el
grado de organización para no dispersarse, la disciplina para no
apartarse de su objetivo, que es llegar caminando a la frontera con
Estados Unidos, y el ánimo nacionalista que llevó a ondear banderas y
cantar el himno nacional de Honduras. Aunque según informaciones de
prensa, la caravana crece con grupos de nacionalidad salvadoreña,
guatemalteca y hasta mexicana, el sello particular de esta movilización
ha sido la identificación nacional con Honduras.
El segundo punto que llama la atención es el momento político
escogido para movilizarse. Hay dos acontecimientos que no pudieron
haberse ignorado: las elecciones intermedias en los Estados Unidos el 6
de noviembre y el proceso de transición hacia la toma de posesión del
presidente electo en México el 1 de diciembre.
Las elecciones estadunidenses determinarán si los republicanos
mantienen, o no, la mayoría en la Cámara de Representantes y en el
Senado. Las encuestas dan señales de un avance importante de los
demócratas que los llevaría, quizás, a conquistar ambas mayorías. Tal
posibilidad, de cumplirse, dificulta seriamente el avance de Trump para
su reelección en 2020. Ello explica la intensidad de su actividad para
influir sobre los electores utilizando el discurso racista y xenófobo
que tan buenos resultados le dio durante su campaña presidencial. La
caravana migrante que se aproxima lentamente a la frontera sur de los
Estados Unidos le vino como anillo al dedo.
Pocas veces en la vida política de los Estados Unidos el esfuerzo
para crear miedos e incertidumbres en la población por la llegada de
migrantes ha sido tan intenso. Trump ha utilizado todos los argumentos
posibles, la mayoría falsos, para convertirlos en problema central para
la seguridad nacional de su país. El racismo y la xenofobia alcanzan
proporciones insospechadas que, a pesar del poco sustento de los
argumentos para justificarlos, siguen cautivando la imaginación de
millones de estadunidenses.
La situación coloca ante circunstancias difíciles al gobierno
entrante de López Obrador. Desde los primeros contactos del equipo de
transición con Trump, el tema de Centroamérica ha estado presente. Se
planteó con mayor detalle en la carta enviada por AMLO después de la
visita de Pompeo a México, cuando el equipo de aquel propuso un
fideicomiso para el desarrollo integral de Centroamérica con
contribuciones de Estados Unidos, México y los países centroamericanos.
Tal es, desde la perspectiva de López Obrador, la manera de combatir la
migración. Sin mayor elaboración fue el sustento de su declaración sobre
proporcionar visas de trabajo a los centroamericanos porque habría
empleo.
Lo inesperado fue la reacción de la opinión pública mexicana, que de
inmediato reclamó en contra de que se ofrezca a los extranjeros lo que
tan urgentemente necesitan los mexicanos. En efecto, es difícil ser
generoso cuando los migrantes desembarcan en el estado más pobre del
país, cuyos habitantes están cercanos, en su pobreza y carencia de
oportunidades, a los migrantes que cruzan el Suchiate.
Así, la atención internacional y la controversia interna sobre cómo
responder a la migración centroamericana colocan en lugar de prioridad
durante los primeros días del gobierno de López Obrador un asunto de
política exterior.
Se espera del canciller designado, Marcelo Ebrard, una propuesta para
la relación con Centroamérica que combine varios elementos, entre otros
el financiamiento para poner en marcha proyectos para el desarrollo
integral de la región, en particular de los países del Triángulo del
Norte: Guatemala, El Salvador y Honduras; imposible lograrlo sin
acuerdos con los bancos internacionales de desarrollo, así como con
países donantes del mundo desarrollado, comenzando, claro, por Estados
Unidos. En segundo lugar, un buen entendimiento político con los
gobiernos de cada uno de los países centroamericanos, tarea difícil por
la debilidad institucional que en ellos reina –un documento convincente
por su rigor para diagnosticar los problemas prioritarios, las acciones a
tomar y los mecanismos de evaluación de resultados.
Nada sería más desalentador que repetir el fracaso de proyectos
anteriores como el famoso Plan Puebla-Panamá; una colaboración con los
trabajos de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) ayudaría a
la solidez de la propuesta.
Finalmente, al igual que en otros problemas de los que se ocupa la
cancillería, se requiere de un claro mecanismo de coordinación con las
diversas agencias gubernamentales que participan de la relación con
Centroamérica, sin descuidar, desde luego, a quienes se ocupan de los
muy graves problemas de seguridad y violencia en la frontera: Defensa y
Marina.
¿Cumplirá con esa tarea el nuevo canciller? La respuesta dará el tono
al entusiasmo o desencanto con que se inicie la cuarta
transformación.
Este análisis se publicó el 28 de octubre de 2018 en la edición 2191 de la revista Proceso.
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