La cúpula empresarial, que desde los tempranos dosmiles abominó la
oferta política representada por Andrés Manuel López Obrador, luce
inusualmente beligerante ante un presidente electo, renovando la
polarización –que entró en un impasse desde mediados de junio y hasta hace un par de semanas–, al oponerse a la decisión:
Reprueba la insuficiencia legal de la consulta con argumentos
ciertamente válidos; impulsa movimientos bursátiles a manera de sanción;
despliega un activismo internacional que encuentra eco en las
relaciones empresariales y con personalidades destacadas de la corriente
neoliberal, del impulso globalizador y de los conservadurismos mas
acendrados para fijar un punto que, en lo interno, reivindica como una
defensa del estado de derecho y hasta se anima a amagar, más inusual
todavía, con una marcha para defender el megaproyecto.
López Obrador no cede. La consulta, deficiente y todo, es argumento
de legitimación para una decisión largamente anunciada desde poco
después de que se presentara el proyecto peñanietista y hasta bien
entrada la campaña presidencial de este año, pues fue en mayo, ante la
presión precisamente empresarial, que propuso la consulta hoy motivo de
conflicto.
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Detrás de ese proyecto, lo sabemos, subyace el favoritismo a los
magnates mexicanos y sus asociados trasnacionales inmersos en la obra
pública: el NAIM fue diseñado por el yerno de Carlos Slim, quien se
convirtió en el principal contratista junto con ICA, la constructora
emblemática de los negocios al amparo del poder desde el sexenio de
Miguel Alemán; de Prodemex, el neogigante de Olegario Vázquez Raña; de
Carlos Hank, de grupo Hermes; de GIA+A, del cuñado de Carlos Salinas de
Gortari, entre otros que en los negocios con el sector público tienen
la fuente de su riqueza descomunal.
La corrupción, apuntada una y otra vez por López Obrador respecto a
ese proyecto, no es ocurrencia. Son numerosas observaciones de la
Auditoría Superior de la Federación; sabemos de subcontratos cuyos
beneficiarios se desconocen; también que la elite empresarial y
señaladamente mexiquense en especulación inmobiliaria compró a precios
irrisorios enormes porciones de tierra, como acreditó Jenaro Villamil en
la edición 2189 de Proceso y que, el martes 30, el presidente electo refirió como motivo del encono post-consulta.
El contexto lleva a recordar el pasaje que Enrique Krauze –quien
probablemente no estaría de acuerdo con la analogía— expuso en su libro La presidencia imperial, sobre la desavenencia suscitada en 1946 entre el sindicato petrolero y el nuevo gobierno de Miguel Alemán.
Alemán advirtió en su toma de posesión que no debían realizarse paros
ilícitos. Hizo una oferta de incremento salarial, pero en abierto
desafío, el sindicato amenazó con un paro al que el presidente respondió
enviando al ejército a ocupar la refinería de Azcapotzalco y las
gasolineras. El conflicto quedó zanjado y el talante presidencial,
nítido, a 20 días de iniciado el sexenio.
En una comida de reconciliación, cuenta Krauze, los líderes
petroleros le comentaron, “si nada más lo estábamos calando, señor
presidente”, a lo que Alemán respondió: “pues ya me calaron, hijos de la
chingada”.
Esa acción alemanista tuvo efectos en el sindicalismo mexicano y las
relaciones obrero-patronales, reconfigurando o consolidando el
corporativismo que apuntaló al régimen hegemónico, pariendo entre otros,
el liderazgo de Fidel Velázquez.
Hoy es posible identificar condiciones análogas: una decisión tomada;
una advertencia de anular la corrupción; una oferta de garantizar las
inversiones; una descalificación desde el sector aludido que amenaza con
retiro de inversiones, movilizaciones callejeras, demandas y
arbitrajes, al presidente electo cuando está a punto de comenzar.
Así que, más allá de consulta y proyecto, lo que el momento y el conflicto reflejan es un calado, esta
vez de la cúpula empresarial, en tanto de lo que ocurra para zanjarlo,
conoceremos el estilo del presidente y el tipo de política que veremos
en el siguiente período sexenal.
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