Pie de Página
Desde hace un
mes, casi 400 personas esperan afuera de Palacio Nacional una respuesta
del gobierno. Son desplazados internos de la sierra de Guerrrero. Un par
de grupos armados los corrieron de sus pueblos. Esperan acciones del
gobierno de Andrés Manuel López Obrador. ¿Qué ocurre en la tierra de
estas familias que no pueden habitarlas libremente?
“Tomaron
los pueblos, saquearon nuestras casas, se están comiendo nuestras
cosechas. Hay un saqueo…”. Antes de terminar la frase, Crescencio
Pacheco baja la mirada y niega con la cabeza. Él vivía en Campo de
Aviación, una ranchería en el municipio de Leonardo Bravo, donde si
ahora regresa lo matan.
Mientras Crescencio cuenta la historia
de sus comunidades, unos niños juegan alrededor con sus trompos. Al
lado, una señora amamanta a un niño mientras su hija mayor se cepilla el
cabello, sentada en una cubeta de plástico. Más allá, en una
improvisada cocina comunitaria, varias mujeres preparan el desayuno para
unas 300 personas.
Pareciera la cotidianeidad de la vida de
campo, salvo una cuestión. Desde la madrugada del 18 de febrero, es una
rutina enclavada en el ajetreo de la Ciudad de México. Entre la banqueta
del Zócalo y la fachada de Palacio Nacional, donde han estado viviendo.
“Veníamos con la propuesta y ésa es la postura, de platicar con
el presidente”, explica Cresencio. Piden, entre otras demandas, que el
gobierno repliegue a los grupos armados que tomaron sus viviendas para
que ellos puedan regresar.
Una semana después de llegar a la
ciudad, un grupo de personas se colocó en cada puerta de Palacio
Nacional. Interceptaron a Andrés Manuel López Obrador en su auto. Él
bajó el vidrio y pudieron hablarle:
“Señor, ayúdenos, somos desplazados”, dijo uno de ellos.
“Sí, ya tengo conocimiento”, contestó y se detuvo a leer las pancartas y
las lonas de los desplazados. Rápidamente dio instrucciones. “Ahorita
los va a atender ella”.
Ese lunes se reunieron con Leticia
Amaya, coordinadora de Atención Ciudadana de Presidencia, quien a diario
recibe decenas de cartas con peticiones para el presidente. Después se
reunieron con Alejandro Encinas, subsecretario de Derechos Humanos, y
con varios de sus colaboradores, pero no han tenido ninguna respuesta.
Además del regreso a sus comunidades, piden una opción de vivienda
provisional, una renta mensual, porque al ser gente de campo no tienen
qué cosechar ni de qué vivir, y una ayuda económica para reponer los
muebles y electrodomésticos que les robó la gente que tomó sus pueblos.
Del campo a la ciudad
En el campamento también hay unos 70 habitantes de la comunidad de
Zitlala, en el municipio de Tlaltempanapa. Una población náhuatl que
enfrentó la misma suerte que la de Leonardo Bravo:
Un grupo
armado llegó a su pueblo y secuestró a tres hombres por no querer
trabajar con el crimen organizado. Como resultado, varios hombres
huyeron el 4 de noviembre con lo que tenían puesto.
Al día
siguiente, el mismo grupo armado amenazó con matar al pueblo entero si
no regresaban esos hombres. Sin pensarlo, las mujeres del pueblo también
huyeron, sin nada más que sus hijos.
Tanto hombres como mujeres
coincidieron en buscar refugio en Copalillo, una comunidad cercana,
donde se encontraron. Desesperados, después de cuatro meses sin
solución, decidieron llegar a la Ciudad de México.
Fue entonces
cuando Manuel Olivares, director del Centro de Derechos Humanos José
María Morelos y Pavón, tomó el caso de ambas comunidades.
“Se
calcula una diáspora de mil 600 personas, de las que llegan 320 a la
Ciudad de México. Los demás huyen como pueden por sus redes familiares”,
asegura Alba Patricia Hernández Soc, una posdoctorante especializada en
el desplazamiento forzado interno en Guerrero, que ha dado seguimiento a
ambos casos.
Un recibimiento con balazos
Antes
de decidir acampar en pleno Zócalo, el gobierno de Guerrero les aseguró a
las comunidades que podían regresar a sus tierras. Y organizaron una
caravana de retorno, liderada por militares y policías. Atrás iba un
grupo de 15 reporteros y las mil 600 personas desplazadas.
Aún
no llegaban al primer pueblo, cuando escucharon detonaciones de armas de
grueso calibre. Los grupos armados les daban la bienvenida.
“No
se puede confiar en un gobierno que solo simula”, dice la doctora
Hernández. “El gobierno de Guerrero les está diciendo que pueden
retornan cuando ellos quieran, bajo las condiciones que ellos quieran,
que ahí Guerrero los está esperando. Esto es absurdo después de tres
meses que no hizo nada, y que los puso en riesgo al regresarlos en una
zona no pacificada”.
La doctora, que es parte del Seminario
permanente sobre desplazamiento forzado interno de la Universidad
Autónoma del Estado de Morelos, explica que desde 2014 en Guerrero
existe la Ley 487, que aboga por los derechos de las personas
desplazadas, sin embargo, no opera porque no existe un reglamento que la
regule.
Todos saben quién es el responsable
“Sabemos quién fue el causante y el promotor de esta situación”, asegura Cresencio.
La violencia, explica, se disparó a raíz de la muerte de Jesús Nava
Romero “El Rojo”, muerto en el mismo operativo que Arturo Beltrán Leyva,
en Cuernavaca en 2009, lo que desató una fuerte pelea por el control
territorial.
A partir de esa pelea, el grupo armado que controla
Onésimo Marquín Achapa, “El Necho”, ganó un gran poder. Tanto que se
estima que su grupo está conformado por unas 3 mil personas. Son
originarios de Tlacotepec, municipio de Heliodoro Castillo, y controlan
Iguala, Cocula, Apaztla, Teloloapan, San Miguel, Quetzala del Progreso, y
recientemente, Leonardo Bravo.
La emergencia obligó a que en
octubre de 2013 el gobierno estatal aprobara la creación la Unión de
comisarios por la paz, seguridad y desarrollo de la sierra A.C. Una
policía rural conformada por los mismos habitantes.
“No
queríamos policías del estado, sino del pueblo, pero queríamos que se
les diera un sustento, un desarrollo. De ahí, sacamos un cuerpo de 200
hombres, que fueron las plazas que aprobó el estado”, cuenta Crescencio,
quien formó parte de esa policía.
Para entender el problema se
necesita tener en mente dos cuestiones: la primera, que el municipio de
Leonardo Bravo es una de las regiones de mayor producción de amapola en
el país, y la segunda, que ese mismo terreno descansa sobre una veta
minera rica en oro, plata y zinc.
“Lo que nosotros tratábamos de
explicar a los que se llevan este producto era que entrara quien
entrara a comprar, nosotros no queríamos ningún problema”, asevera.
No fue el opio, fue el oro
Naturalmente la gente relacionó los primeros enfrentamientos armados en
la región con el trasiego de drogas, pero poco a poco se dieron cuenta
que estaban muy equivocados. La causa de la discordia yacía bajo sus
pies.
Para que se dieran cuenta tuvo que caer el precio de opio,
a causa de un aumento en el consumo de fentanilo, un opioide sintético
que ha ido desbancando al opio natural en el mercado.
Así, desde 2017, el precio del opio pasó de 20 mil pesos por kilo de goma base a 3 o 4 mil pesos.
“Esa madre ya no se siembra, ¡ya para qué! Inviertes 10 mil (pesos) y
de ganancia vas a tener 5 mil. No te conviene. ¿Te vas a chingar 90 días
trabajando en la amapola para que el día te salga en 20 pesos? No
conviene”, dice Cresencio.
En cambio, si se miran en un mapa los
poblados que ha ido tomando el grupo armado, se cae en cuenta que lo
que persiguen es el control de una gran veta minera. Incluso en el
municipio vecino, Eduardo Neri, hay minas que explotan oro, plata y
zinc.
“Las mineras se aliaron a los grupos armados, para poder
ir teniendo más dominio y más terreno, más hectáreas para esta
explotación de minas. Si ahorita estuviera el precio de la amapola, o de
la marihuana como en su apogeo, no hubiera desplazamiento, al
contrario, hubiera más producción”, explica Cresencio.
La teoría del campesino es respaldada por la doctora Hernández Soc.
“La parte que conocemos como Filo de Caballos es conocida como La
franja de oro, o El cinturón de oro, que abarca todos estos nuevos
yacimientos encontrados.
“Podemos hablar de dos cosas
hipotéticamente: que la mina puede estar pagando al crimen organizado
para que se haga dueña de todos estos territorios, o bien, estos grupos
están cobrándole a la mina, como una especie de seguridad interna, para
despoblar y repoblar con nuevas personas”.
De acuerdo con un
estudio de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de Derechos
Humanos, en el México, de 2011 a 2017, más de 8 millones 700 mil
personas tuvieron que cambiar de domicilio por la violencia que los
rodea. Sin embargo, es una estimación obtenida con la Encuesta Nacional
de Victimización y Percepción de la Violencia, que no toma en cuenta a
gente que cambió su residencia por megadesarrollos u otros motivos que
no sean violencia. Tampoco especifica de qué lugares se tuvo que
desplazar la gente ni a dónde llegó.
Para los pobladores de
Leonardo Bravo poco importó si las estadísticas son certeras o no. Poco a
poco, vieron cómo se les deslavaba encima, desde los cerros, una ola de
violencia que terminó por sacarlos de sus casas.
“Desde esta
organización, estamos en constantes reuniones. Monitoreábamos el
problema. Sabemos cómo viene operando este grupo delictivo”, cuenta
Cresencio.
“Desde que llegaron a Verde Rico, en Tlacotepec, dijimos ‘aguas, el problema viene fuerte para acá. Hay que estar alertas’”.
Lo sabían, además, porque este grupo avisa antes de llegar a las
comunidades que van a tomar. Mandan amenazas a través de redes sociales,
avisando a qué pueblo se dirigen y así, antes de que lleguen, gran
parte de la gente ya se fue.
“Cuando supimos que entraron al
pueblo de Corralitos, Puentecías, Ranchito y Filo de Caballos, es cuando
nos pudimos escapar. Porque sabíamos que esos estaban a 10 minutos de
donde nosotros vivimos”.
La espera por la Guardia Nacional
Actualmente, muchas viviendas de las rancherías del municipio de
Leonardo Bravo están ocupadas como casas de seguridad. El despojo pasa
casi en frente de los militares. El cuartel de Chilapa, que alberga a la
35 Zona Militar está a tan solo una hora y media en automóvil. Y en las
inmediaciones entre los pueblos de la sierra hay puestos de
verificación.
“Hemos platicado con soldados razos. Aunque ellos
recorran con armas largas y sus camionetas, no pueden hacer
absolutamente nada ¡Porque no tienen órdenes de sus superiores!”, dice
desesperado Cresencio: “Si nos dieran órdenes los jefes, los altos
mandos –¡pat! ¡pat!, truenan los dedos– en cinco horas limpiamos el
pueblo, va a ser la pinche agarradera de gente”.
Aun así,
Cresencio, y muchas de las personas que están acampando afuera de
Palacio Nacional tienen la esperanza puesta en que entre en marcha la
Guardia Nacional, que ya se aprobó por todos los Congresos de los
estados y a la que sólo le falta la firma del presidente para que
empiece a funcionar. Pese a que la operación de la corporación podría
tardar meses o incluso años.
Mientras, la gente espera. “A ver qué sale”, dice Cresencio sin mucha esperanza.
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