3/19/2019

Los desplazados de Guerrero que acampan frente al despacho del presidente

Pie de Página

Desde hace un mes, casi 400 personas esperan afuera de Palacio Nacional una respuesta del gobierno. Son desplazados internos de la sierra de Guerrrero. Un par de grupos armados los corrieron de sus pueblos. Esperan acciones del gobierno de Andrés Manuel López Obrador. ¿Qué ocurre en la tierra de estas familias que no pueden habitarlas libremente?
“Tomaron los pueblos, saquearon nuestras casas, se están comiendo nuestras cosechas. Hay un saqueo…”. Antes de terminar la frase, Crescencio Pacheco baja la mirada y niega con la cabeza. Él vivía en Campo de Aviación, una ranchería en el municipio de Leonardo Bravo, donde si ahora regresa lo matan.
Mientras Crescencio cuenta la historia de sus comunidades, unos niños juegan alrededor con sus trompos. Al lado, una señora amamanta a un niño mientras su hija mayor se cepilla el cabello, sentada en una cubeta de plástico. Más allá, en una improvisada cocina comunitaria, varias mujeres preparan el desayuno para unas 300 personas.
Pareciera la cotidianeidad de la vida de campo, salvo una cuestión. Desde la madrugada del 18 de febrero, es una rutina enclavada en el ajetreo de la Ciudad de México. Entre la banqueta del Zócalo y la fachada de Palacio Nacional, donde han estado viviendo.
“Veníamos con la propuesta y ésa es la postura, de platicar con el presidente”, explica Cresencio. Piden, entre otras demandas, que el gobierno repliegue a los grupos armados que tomaron sus viviendas para que ellos puedan regresar.
Una semana después de llegar a la ciudad, un grupo de personas se colocó en cada puerta de Palacio Nacional. Interceptaron a Andrés Manuel López Obrador en su auto. Él bajó el vidrio y pudieron hablarle:
“Señor, ayúdenos, somos desplazados”, dijo uno de ellos.
“Sí, ya tengo conocimiento”, contestó y se detuvo a leer las pancartas y las lonas de los desplazados. Rápidamente dio instrucciones. “Ahorita los va a atender ella”.
Ese lunes se reunieron con Leticia Amaya, coordinadora de Atención Ciudadana de Presidencia, quien a diario recibe decenas de cartas con peticiones para el presidente. Después se reunieron con Alejandro Encinas, subsecretario de Derechos Humanos, y con varios de sus colaboradores, pero no han tenido ninguna respuesta.
Además del regreso a sus comunidades, piden una opción de vivienda provisional, una renta mensual, porque al ser gente de campo no tienen qué cosechar ni de qué vivir, y una ayuda económica para reponer los muebles y electrodomésticos que les robó la gente que tomó sus pueblos.
Del campo a la ciudad
En el campamento también hay unos 70 habitantes de la comunidad de Zitlala, en el municipio de Tlaltempanapa. Una población náhuatl que enfrentó la misma suerte que la de Leonardo Bravo:
Un grupo armado llegó a su pueblo y secuestró a tres hombres por no querer trabajar con el crimen organizado. Como resultado, varios hombres huyeron el 4 de noviembre con lo que tenían puesto.
Al día siguiente, el mismo grupo armado amenazó con matar al pueblo entero si no regresaban esos hombres. Sin pensarlo, las mujeres del pueblo también huyeron, sin nada más que sus hijos.
Tanto hombres como mujeres coincidieron en buscar refugio en Copalillo, una comunidad cercana, donde se encontraron. Desesperados, después de cuatro meses sin solución, decidieron llegar a la Ciudad de México.
Fue entonces cuando Manuel Olivares, director del Centro de Derechos Humanos José María Morelos y Pavón, tomó el caso de ambas comunidades.
“Se calcula una diáspora de mil 600 personas, de las que llegan 320 a la Ciudad de México. Los demás huyen como pueden por sus redes familiares”, asegura Alba Patricia Hernández Soc, una posdoctorante especializada en el desplazamiento forzado interno en Guerrero, que ha dado seguimiento a ambos casos.
Un recibimiento con balazos
Antes de decidir acampar en pleno Zócalo, el gobierno de Guerrero les aseguró a las comunidades que podían regresar a sus tierras. Y organizaron una caravana de retorno, liderada por militares y policías. Atrás iba un grupo de 15 reporteros y las mil 600 personas desplazadas.
Aún no llegaban al primer pueblo, cuando escucharon detonaciones de armas de grueso calibre. Los grupos armados les daban la bienvenida.
“No se puede confiar en un gobierno que solo simula”, dice la doctora Hernández. “El gobierno de Guerrero les está diciendo que pueden retornan cuando ellos quieran, bajo las condiciones que ellos quieran, que ahí Guerrero los está esperando. Esto es absurdo después de tres meses que no hizo nada, y que los puso en riesgo al regresarlos en una zona no pacificada”.
La doctora, que es parte del Seminario permanente sobre desplazamiento forzado interno de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, explica que desde 2014 en Guerrero existe la Ley 487, que aboga por los derechos de las personas desplazadas, sin embargo, no opera porque no existe un reglamento que la regule.
Todos saben quién es el responsable
“Sabemos quién fue el causante y el promotor de esta situación”, asegura Cresencio.
La violencia, explica, se disparó a raíz de la muerte de Jesús Nava Romero “El Rojo”, muerto en el mismo operativo que Arturo Beltrán Leyva, en Cuernavaca en 2009, lo que desató una fuerte pelea por el control territorial.
A partir de esa pelea, el grupo armado que controla Onésimo Marquín Achapa, “El Necho”, ganó un gran poder. Tanto que se estima que su grupo está conformado por unas 3 mil personas. Son originarios de Tlacotepec, municipio de Heliodoro Castillo, y controlan Iguala, Cocula, Apaztla, Teloloapan, San Miguel, Quetzala del Progreso, y recientemente, Leonardo Bravo.
La emergencia obligó a que en octubre de 2013 el gobierno estatal aprobara la creación la Unión de comisarios por la paz, seguridad y desarrollo de la sierra A.C. Una policía rural conformada por los mismos habitantes.
“No queríamos policías del estado, sino del pueblo, pero queríamos que se les diera un sustento, un desarrollo. De ahí, sacamos un cuerpo de 200 hombres, que fueron las plazas que aprobó el estado”, cuenta Crescencio, quien formó parte de esa policía.
Para entender el problema se necesita tener en mente dos cuestiones: la primera, que el municipio de Leonardo Bravo es una de las regiones de mayor producción de amapola en el país, y la segunda, que ese mismo terreno descansa sobre una veta minera rica en oro, plata y zinc.
“Lo que nosotros tratábamos de explicar a los que se llevan este producto era que entrara quien entrara a comprar, nosotros no queríamos ningún problema”, asevera.
No fue el opio, fue el oro
Naturalmente la gente relacionó los primeros enfrentamientos armados en la región con el trasiego de drogas, pero poco a poco se dieron cuenta que estaban muy equivocados. La causa de la discordia yacía bajo sus pies.
Para que se dieran cuenta tuvo que caer el precio de opio, a causa de un aumento en el consumo de fentanilo, un opioide sintético que ha ido desbancando al opio natural en el mercado.
Así, desde 2017, el precio del opio pasó de 20 mil pesos por kilo de goma base a 3 o 4 mil pesos.
“Esa madre ya no se siembra, ¡ya para qué! Inviertes 10 mil (pesos) y de ganancia vas a tener 5 mil. No te conviene. ¿Te vas a chingar 90 días trabajando en la amapola para que el día te salga en 20 pesos? No conviene”, dice Cresencio.
En cambio, si se miran en un mapa los poblados que ha ido tomando el grupo armado, se cae en cuenta que lo que persiguen es el control de una gran veta minera. Incluso en el municipio vecino, Eduardo Neri, hay minas que explotan oro, plata y zinc.
“Las mineras se aliaron a los grupos armados, para poder ir teniendo más dominio y más terreno, más hectáreas para esta explotación de minas. Si ahorita estuviera el precio de la amapola, o de la marihuana como en su apogeo, no hubiera desplazamiento, al contrario, hubiera más producción”, explica Cresencio.
La teoría del campesino es respaldada por la doctora Hernández Soc.
“La parte que conocemos como Filo de Caballos es conocida como La franja de oro, o El cinturón de oro, que abarca todos estos nuevos yacimientos encontrados.
“Podemos hablar de dos cosas hipotéticamente: que la mina puede estar pagando al crimen organizado para que se haga dueña de todos estos territorios, o bien, estos grupos están cobrándole a la mina, como una especie de seguridad interna, para despoblar y repoblar con nuevas personas”.
De acuerdo con un estudio de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de Derechos Humanos, en el México, de 2011 a 2017, más de 8 millones 700 mil personas tuvieron que cambiar de domicilio por la violencia que los rodea. Sin embargo, es una estimación obtenida con la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de la Violencia, que no toma en cuenta a gente que cambió su residencia por megadesarrollos u otros motivos que no sean violencia. Tampoco especifica de qué lugares se tuvo que desplazar la gente ni a dónde llegó.
Para los pobladores de Leonardo Bravo poco importó si las estadísticas son certeras o no. Poco a poco, vieron cómo se les deslavaba encima, desde los cerros, una ola de violencia que terminó por sacarlos de sus casas.
“Desde esta organización, estamos en constantes reuniones. Monitoreábamos el problema. Sabemos cómo viene operando este grupo delictivo”, cuenta Cresencio.
“Desde que llegaron a Verde Rico, en Tlacotepec, dijimos ‘aguas, el problema viene fuerte para acá. Hay que estar alertas’”.
Lo sabían, además, porque este grupo avisa antes de llegar a las comunidades que van a tomar. Mandan amenazas a través de redes sociales, avisando a qué pueblo se dirigen y así, antes de que lleguen, gran parte de la gente ya se fue.
“Cuando supimos que entraron al pueblo de Corralitos, Puentecías, Ranchito y Filo de Caballos, es cuando nos pudimos escapar. Porque sabíamos que esos estaban a 10 minutos de donde nosotros vivimos”.
La espera por la Guardia Nacional
Actualmente, muchas viviendas de las rancherías del municipio de Leonardo Bravo están ocupadas como casas de seguridad. El despojo pasa casi en frente de los militares. El cuartel de Chilapa, que alberga a la 35 Zona Militar está a tan solo una hora y media en automóvil. Y en las inmediaciones entre los pueblos de la sierra hay puestos de verificación.
“Hemos platicado con soldados razos. Aunque ellos recorran con armas largas y sus camionetas, no pueden hacer absolutamente nada ¡Porque no tienen órdenes de sus superiores!”, dice desesperado Cresencio: “Si nos dieran órdenes los jefes, los altos mandos –¡pat! ¡pat!, truenan los dedos– en cinco horas limpiamos el pueblo, va a ser la pinche agarradera de gente”.
Aun así, Cresencio, y muchas de las personas que están acampando afuera de Palacio Nacional tienen la esperanza puesta en que entre en marcha la Guardia Nacional, que ya se aprobó por todos los Congresos de los estados y a la que sólo le falta la firma del presidente para que empiece a funcionar. Pese a que la operación de la corporación podría tardar meses o incluso años.
Mientras, la gente espera. “A ver qué sale”, dice Cresencio sin mucha esperanza.

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