La democracia es un tema necesario para mí. A él regreso una y otra vez. Sobre él he escrito en los largos años de ser colaborador de La Jornada; es un asunto fundamental. Durante mi vida política, ha sido una meta compartida con muchos lograr el establecimiento de la democracia en nuestro país, conseguir el respeto de la voluntad popular y la proscripción definitiva del fraude electoral. Después de tanto batallar de muchos, se logró al fin un cambio de fondo mediante una elección a cuyo resultado se llegó con votos convencidos y no comprados, sin falsificación de boletas y sin ninguna caída del sistema.
Los tradicionales enemigos de la democracia, sin embargo, ponen en tela de juicio uno de sus fundamentos torales, el de la igualdad. La más alta expresión de la democracia, es aquella en la cual todos los ciudadanos pueden votar y su voto tiene un valor igual, sin distinciones de clase, fortuna o nivel educativo: un ciudadano, un voto. Épocas hubo de democracia selectiva: podían votar sólo los hombres libres, los propietarios o quienes recibían una renta o ejercían una profesión; quedaban excluidos los de las clases menos afortunadas, más pobres o menos ilustradas.
Quienes perdieron en 2018, de momento, ante lo incuestionable del proceso, reconocieron el triunfo de Morena, pero, al percatarse de la seriedad y profundidad de los cambios emprendidos y de la determinación del titular del Ejecutivo, decidieron emprender una campaña para poner en tela de juicio la capacidad del gobernante y la viabilidad de sus determinaciones.
Una argumentación, quizá la última que les queda, es volver a pensar en una democracia selectiva; los 30 millones de votos en favor del candidato y de su partido son –dicen– votos de un sector de la sociedad inconsciente, engañado o deslumbrado por lo que han llamado
populismo. Consideran esos votos de calidad inferior a los emitidos en favor de otros candidatos y se ha señalado a los triunfadores como una minoría, pues hubo un abstencionismo contabilizado por ellos como favorable a sus propuestas.
Sostienen que los votos mayoritarios valen menos porque fueron emitidos por el pueblo, por los que no tienen estudios, por los que no están preparados. Esta concepción elitista en realidad constituye la negación de la democracia; nadie puede valorar el propio voto como superior al de otro ciudadano; sin embargo, ellos lo hacen en una actitud francamente clasista. Sus protestas en vehículos de lujo, sus expresiones despectivas respecto del origen de clase media del Presidente y su menosprecio por la voluntad popular encierran una concepción equivocada de una república democrática.
En abono a su crítica al gobierno, aducen la falta de conocimiento del idioma inglés del Presidente, su título profesional de una universidad mexicana, la Nacional Autónoma de México, y lo comparan con otros mandatarios preparados en universidades extranjeras, principalmente de Estados Unidos. En el fondo, su actitud antipatriota demuestra el desprecio por nuestros valores y la creencia de que México no puede salir adelante sin imitar valores ajenos muy discutibles, aun cuando fueron aceptados en forma acrítica durante los sexenios del neoliberalismo. Para estos detractores del actual gobierno, el valor superior es el éxito y el proceso social más importante en una comunidad nacional es la competitividad.
Este modo de pensar nos lleva a recordar la llamada profecía de Lansing. Este personaje, Robert Lansing, en 1924 escribió al dueño de una cadena estadunidense de periódicos, William R. Hearst, quien proponía para terminar con la agitación en México, causada por las secuelas de la Revolución Mexicana y para evitar la afectación de los intereses de empresas y capitales de su país, por la tendencia de carácter social y nacionalista derivada de nuestro movimiento iniciando en 1910, como necesario poner en México a un presidente nacido y educado en Estados Unidos.
Ante esa propuesta de Hearst, Lansing escribió:
México es un país extraordinariamente fácil de dominar porque basta con controlar a un solo hombre: el presidente, y en seguida, aconseja lo siguiente:
“Tenemos que abandonar la idea de poner en la presidencia mexicana a un ciudadano americano, ya que eso conduciría otra vez a la guerra. La solución necesita de más tiempo, debemos abrirle a jóvenes mexicanos ambiciosos las puertas de nuestras universidades y hacer el esfuerzo de educarlos en el modo de vida americano, en nuestros valores y en el respeto del liderazgo de Estados Unidos. México necesitará administradores competentes y, con el tiempo, esos jóvenes llegarán a ocupar cargos importantes y eventualmente se adueñarán de la misma Presidencia. Y sin necesidad de que Estados Unidos gaste un centavo o dispare un tiro, harán lo que queramos y lo harán mejor y más radicalmente que lo que nosotros mismos podríamos haberlo hecho”.
¿Conocerán esta predicción los críticos de hoy?
¿Se darán cuenta a qué intereses sirven?
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