Lo sabemos, pero se nos olvida. O, acaso, decidimos ignorarlo. Hasta
que algo nos lo recuerda. Y, entonces, nos sorprendemos como si en
verdad lo hubiésemos ignorado. Nada es para siempre.
A fines del año pasado, mi esposo y yo visitamos varios pueblitos con
vestigios de la época colonial. Iglesias que fueron majestuosas (y
algunas conservaban casi intacta su magnificencia), casonas, cascos de
enormes haciendas.
Uno de esos días, tras un camino polvoroso y estrecho, apareció un
hermoso lago y, al fondo, parte de una hacienda. Alrededor, un bosque
con árboles enormes que el viento hacía susurrar como si fuera un
monasterio. El guía nos dejó admirar el paisaje, y luego contó la
historia de la hacienda que, como otras que habíamos visitado, fue
construida entre los siglos XVI-XVII, con momentos de esplendor entre el
XVIII y XIX, para terminar como parte de un recorrido turístico en el
XX.
Mientras oía la historia pensaba que a los primeros dueños se les
olvidó que nada es para siempre. Y es evidente que lo olvidaron porque
en general construyeron fortalezas con aires de eternidad.
A la mayoría, la Revolución Mexicana les arrebató la grandeza;
después, sucesivos gobiernos las despojaron de lo que les iba quedando; y
el tiempo hizo el resto.
Hace unos días me acordé de todo eso, al leer una entrevista que le
hicieron a Brian Chesky, creador de Airbnb. Este joven narra que la
empresa que edificó en 12 años, se vino abajo en seis semanas.
Ese negocio que puso en jaque a la hotelería tradicional, que cambió
“para siempre” la manera de hacer turismo, que forjó una exitosa empresa
de la nada, ha perdido casi todo y hoy se reinventa porque al turismo
mundial cambiará “para siempre” (de nuevo).
Su historia es similar a la de otros negocios que tardaron mucho más
que 12 años en edificarse. He leído tristes relatos del fin de empresas
cerveceras, por ejemplo, que habían permanecido en sus familias por
cuatro o cinco generaciones.
En efecto, la pandemia nos ha traído muchas cosas, entre ellas un
recordatorio de que nada es para siempre. Así como es la vida, así son
nuestras creaciones. Tienen un final. Sólo que a veces no vivimos lo
suficiente para presenciarlo.
Al leer las declaraciones de Chesky, me pregunté si, aun sabiendo que
en seis semanas se vendría abajo su negocio, de todas maneras hubiera
llevado a cabo su idea. Y casi podría apostar que la respuesta sería
“sí”. Como quizás también dirían “sí” quienes, hace varios siglos
mandaron construir enormes haciendas o fundaron de la nada negocios que
hoy ven su fin.
Y creo que la respuesta sería “sí”, porque todo lo que hubo en medio,
es decir, entre el principio y el final, valió la pena. El esfuerzo,
los sinsabores, la tristeza y el dolor de la pérdida, también tuvieron
aparejados, triunfos, alegrías, celebraciones.
Entonces, me parece que, aunque deliberadamente queramos ignorar que
nada es para siempre, hay algo más importante que no debemos olvidar, en
especial ahora. Que no se nos olvide que el fin es indicador de que
hubo un principio. Empresas, negocios, proyectos, vidas llegan a su fin
porque tuvieron un principio. No hay final sin principio. Pero es lo que
sucede en medio, entre el principio y el final, lo que vale la pena y
también todas las alegrías.
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