Hace cosa de una década las cumbres iberoamericanas daban oportunidad para departir al entonces jefe de Estado de España, Juan Carlos de Borbón, y al que era presidente de Colombia, Álvaro Uribe Vélez. En un par de ocasiones coincidieron con el usurpador mexicano Felipe Calderón, y con el difunto Alan García, quien por segunda vez ejercía la presidencia peruana. En esos encuentros fastuosos hablaban de democracia, transparencia, paz, derechos humanos y esas cosas, y se presentaban como paladines bicontinentales de los más sagrados principios éticos.
Algunos de esos cónclaves fueron amenizados por célebres ideólogos de la derecha como Mario Vargas Llosa, quien además de ser un gran novelista, resultó ser usuario de paraísos fiscales y propietario de una empresa offshore que liquidó un día antes de recibir el premio Nobel, como salió a relucir años más tarde en los papeles de Panamá.
Alan García no pudo soportar la presión de las pesquisas judiciales que lo señalaban como culpable de haber recibido sobornos de la empresa constructora brasileña Odebrecht; el 17 de abril de 2019, ya con la policía en la sala de su casa dispuesta a detenerlo, subió a su habitación y se pegó un tiro en la cabeza.
Los infortunios del rey que Francisco Franco le heredó a España empezaron de distinta manera: su popularidad, hasta entonces imbatible, empezó a menguar cuando fue pillado matando elefantes en África en momentos en que los españoles atravesaban por una severa crisis económica. Posteriormente se supo que el soberano había recibido de la casa real saudiárabe muchas decenas de millones de euros como comisión por conseguir inversionistas para la construcción de un tren entre Medina y La Meca y que le había regalado a una amante 65 de esos millones.
Por añadidura, el señor Borbón recurrió al lavado de dinero, a empresas fantasma y –también– a paraísos fiscales para realizar sus trapicheos. Algunos de éstos fueron realizados cuando la inmunidad absoluta con que la Constitución de 1978 apapacha al rey de España había cesado, se supone, en el momento de su abdicación, el 19 de junio de 2014, y las fiscalías suiza y española tienen bajo el microscopio las cuentas del emérito. Abrumado por el contagioso descrédito que emana de su padre, Felipe VI se vio forzado a renunciar a la herencia paterna y a quitarle la generosa pensión –equivalente a casi 6 millones de pesos anuales– de la que venía gozando desde que se retiró. En tales circunstancias, Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón optó por salir del país y se refundió en una lujosa casa de campo en el municipio dominicano de La Romana, propiedad de un muy próspero exiliado cubano.
Por su parte, Álvaro Uribe Vélez, fundador de grupos paramilitares y operador de estrategias genocidas en Colombia, se encuentra en régimen de prisión domiciliaria desde esta semana. Es otro de los derechistas neoliberales cuya popularidad parecía eterna, pese a su corrupción, sus vínculos con el narcotráfico, lo sangriento de sus dos mandatos –obtenidos mediante prácticas fraudulentas– y su total sumisión a Washington. Aunque el papel de Uribe en la comisión de violaciones masivas a los derechos humanos debería ser objeto de una minuciosa investigación penal, su detención sólo está vinculada, hasta ahora, con un proceso por soborno y fraude procesal.
Por lo pronto, Felipe Calderón se encuentra en libertad y no hay, que se sepa, pesquisas judiciales en su contra. Pero el que fue su secretario de Seguridad, Genaro García Luna, está sujeto a proceso en Estados Unidos por narcotráfico y tanto en esa nación como en México se investiga por lo mismo al ex jefe de la Policía Federal durante el calderonato, Luis Cárdenas Palomino. En el sexenio pasado, Calderón consiguió evitar, gracias a la protección de su sucesor, Enrique Peña Nieto, que la Corte Penal Internacional de La Haya lo procesara por los crímenes de lesa humanidad perpetrados en su administración. Pero con esos dos de sus más cercanos colaboradores involucrados en actos delictivos graves, parece difícil que logre mantenerse al margen de acusaciones formales.
Faltan muchos otros, desde luego.
Así suelen ser las derechas en el mundo: honorabilidad y decencia son dos de las etiquetas favoritas que sus representantes se ponen en la solapa cuando acuden a reuniones internacionales con el portafolio lleno de discursos sobre la democracia, el estado de derecho, la transparencia, los derechos humanos y esas cosas.
Y miren nada más.
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